Charla abierta de Philippe Meirieu
Educar en la incertidumbre
El prestigioso pedagogo francés Philippe
Meirieu estuvo en la Argentina invitado por la Dirección Nacional de Gestión
Curricular y Formación Docente del Ministerio de Educación para participar en el
seminario nacional de rectores de Institutos de Formación Docente, que se
desarrolló en la Ciudad de Buenos Aires a fines de junio. A continuación,
algunos de los fragmentos de la conferencia que brindó - y que lleva el mismo
título que su último libro- "El significado de educar en un mundo sin
referencias".
Para leer la conferencia completa,
ingresar a www.me.gov.ar/curriform |
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Vivimos, aunque sea una banalidad decirlo
hoy, en un período de crisis en materia educativa. Y esta realidad está ligada,
en cierto sentido, al surgimiento de la democracia. Nunca hay crisis de la
educación en sociedades totalitarias; la crisis es el reverso del vacío que
instalamos en el corazón mismo de la sociedad. La democracia afirma que el lugar
del poder está intrínsecamente vacío, nadie en sí está habilitado a ocupar ese
lugar de poder, ni el intelectual, ni el hombre de dios, ni el hombre
providencial: el lugar del poder está vacío y debe seguir así, solo puede ser
ocupado provisoriamente por hombres que acepten ser los mandantes de aquellos
que les confían provisoriamente el poder. Entonces tenemos que alegrarnos de la
crisis de la educación.
La crisis de la educación es el precio que pagan
las democracias por la incertidumbre que asumen, en términos de poder político,
moral y social. Cuando una democracia afirma que no hay poderes en sí y que son
los hombres quienes asumen el poder, no puede entonces imponer a la educación
una dirección única, una trayectoria que sea la misma para todos. En la
dictadura, los padres que no educan a sus chicos correctamente son considerados
disidentes y, en las sociedades totalitarias, incluso les retiran a sus hijos.
Entonces, en cierta forma, no solo hay que aceptar sino también
reivindicar que hay y que haya crisis de la educación. Eso quiere decir que
nadie detenta la verdad educativa, que nadie sabe ni puede imponernos la manera
en que debemos educar a nuestros hijos.
Esta crisis de la educación se
ve reforzada por algunos fenómenos sociológicos, en particular, la desligazón
entre generaciones. Vivimos una formidable aceleración de la historia que hace
que la transmisión que tradicionalmente se efectuaba por una superposición de
generaciones ya no pueda efectuarse así. Las generaciones se separan cada vez
más una de otra; y hoy, en Occidente, lo que separa a los padres de 40 años con
respecto a un hijo de 15, es eso que separaba, hace un siglo, a una generación
respecto de siete generaciones. Aparecen problemas totalmente novedosos, para
los cuales los padres no pueden usar con sus hijos los métodos que sus propios
padres utilizaron con ellos. Hoy, ningún padre puede buscar en sus recuerdos
para preguntarse a qué edad hay que comprarle un celular a un chico.
Esta aceleración de la historia, de la aparición de nuevas tecnologías,
nos pone ante problemas inéditos para los cuales no hay ningún catecismo escrito
y tenemos que inventar soluciones. Es por eso que la propia parentalidad plantea
problemas, porque los padres de hoy no tienen escrito su oficio en ninguna
parte; y tampoco existe un lugar donde encontrar soluciones para lo que les
plantean sus propios hijos.
Y a esto debe agregarse además, un medio
ambiente mediático y comercial que exacerba el infantilismo en la propia
sociedad. La publicidad, el conjunto de los medios de comunicación reducen al
individuo a la condición de consumidor, que es aquel que está en estado de
regresión infantil. El motor de la economía y la sociedad es el capricho, es la
pulsión de compra, como dicen los psicoanalistas. El educador debe liberar al
chico de eso.
Vivimos en un mundo que, en forma constante, les dice a
todos: "Tus deseos son órdenes". Mientras que nosotros tenemos que enseñarle al
chico que sus deseos no son órdenes, los adultos somos, en forma constante,
requeridos para regresar a nuestra propia infantilización, para comprar por
ejemplo montones de cosas que no necesitamos pero que son el objeto de nuestros
caprichos.
Lo que hoy hace difícil la educación es que está a
contracorriente del carburante económico de la sociedad, del consumo individual,
de la pulsión inmediata y de la satisfacción de todos nuestros deseos. Respecto
a ello, me parece importante volver a eso que yo llamo los fundamentos
educativos. Entre esos, voy a citar brevemente algunos: el nacimiento, por
supuesto. "El hombre -dice Hannah Arendt- es un ser para el nacimiento", "el
nacimiento es la continuidad del mundo"; el nacimiento es también para cada uno
de nosotros un arranque permanente y continuo de la nostalgia de una felicidad
solitaria y prenatal. Tenemos que hacer nuestro duelo, constantemente, de la
satisfacción de todos nuestros deseos y todas nuestras pulsiones; y este duelo
no termina nunca y en este punto nacemos y renacemos a cada momento hasta el
momento final, el de nuestra muerte.
El nacimiento, en realidad, es el
surgimiento de un sujeto capaz de dotarse de proyectos y por tanto de
proyectarse en el porvenir, de hacer elecciones, de tomar decisiones, de dejar
de lado y de darse prioridades; y la prioridad, por supuesto, es salir de
aquello que los psicólogos llaman el egocentrismo inicial, el del niño rey. Todo
niño que llega al mundo y que ha sido deseado es un niño rey. Tiene a los
adultos a criterio suyo, porque los chicos saben que lo primero que quieren los
adultos es ser amados; que haríamos todo por tener el amor de nuestros hijos y
que eso que se denomina el círculo familiar está siempre amenazado porque, en el
seno de una familia -así sea la más unida-, cada uno quiere ser querido por el
chico más de lo que el chico quiere a otro, aunque la familia sea la más
solidaria.
Siempre estamos ahí tratando de tener la atención del chico,
de reivindicarnos con su amor y el chico sabe que tiene un poder terrible y
distribuye su sonrisa y sus besos, sabiendo que es él quien tiene todo el poder
sobre nosotros (a pesar de que nosotros pensemos que tenemos todo el poder sobre
él). Él podrá hacer lo que quiera con nosotros; porque bastará con hacernos
pensar que él no nos quiere para que caigamos deshechos. Ese niño rey, que por
definición es un tirano, vive la totalidad del mundo de acuerdo con su propia
subjetividad, es un brujo, es un mago. No es casualidad que en los cuentos
infantiles el brujo y el mago tengan un lugar tan especial, vean sino a Harry
Potter.
De a poco, el niño tendrá que ir comprendiendo que su deseo no
hace la ley, que su deseo choca con la existencia de los demás y va a tener que
aceptar salir de su omnipotencia. Es difícil y doloroso salir de la
omnipotencia, sobre todo cuando uno vive en un mundo que nos invita a ella todo
el tiempo, y nos distribuye objetos como el control remoto, por ejemplo, que es
por excelencia el objeto de la omnipotencia ya que en décimas de segundo uno
puede optar por el mundo que quiere ver.
Y vemos las consecuencias
pedagógicas en las clases mismas: en los países desarrollados los chicos llegan
a la escuela con un control remoto insertado en la cabeza y lamentan
profundamente no poder hacer zapping en clase.
Ahí están obligados a
quedarse en el mismo canal, y como el docente no puede rivalizar con la
televisión, viven esa situación con una profunda frustración. Ahora bien, el
crecer es aceptar que el mundo existe por fuera de nosotros, que no somos
omnipotentes, que el mundo nos ofrece resistencia y que no depende de nuestra
propia voluntad, y que debemos renunciar a interpretar todo.
Este es un
aprendizaje muy difícil para los chicos: el aprendizaje de la alteridad. El
aprendizaje del rostro del otro, como dice Emmanuel Lévinas, aparece en forma
progresiva, como una interpelación a la vez imperativa y misteriosa porque jamás
sé quién es y la conciencia del otro me escapa radicalmente. Y el chico tiene
que aprender en forma progresiva a entrar en relación con el otro, a reconocerlo
como su semejante pero también como un ser distinto. Allí hay algo muy
complicado para los chicos, el otro le da miedo, lo pone nervioso, lo inquieta y
Lévinas dice que en la presencia del otro hay como un llamado a la identidad,
porque su existencia misma me obliga a salir de mi propia identidad, a escuchar
otra cosa. Y ahí hay todo un trabajo permanente de aceptación de la alteridad
que es consustancial a la educación.
La educación es aprendizaje para
renunciar a la omnipotencia. El niño cree que su deseo es ley, siempre está a
punto de su pasaje al acto. En mi trabajo, yo lo llamo el niño bólido, no se
queda nunca en el mismo lugar. "Es como un resorte continuo" nos dicen los
maestros; no le interesa nada, se levanta y si tiene ganas de beber agua va y lo
hace, si le molesta otro chico va y lo toma de los pelos; siempre está en el
pasaje al acto, en la inmediatez. No ha construido el espacio interno entre el
pasaje y el acto.
Ningún deseo está prohibido, ni aun el deseo de matar;
sabemos desde Freud que aquel que no desea matar a alguien es porque tiene un
electroencefalograma chato, que lo que está prohibido no es desearlo sino
hacerlo; porque entre el deseo y el acto hay una caja negra que unos llaman
conciencia, otros alma, otros razón. No importa cómo la llamen, para el educador
es solo el aplazamiento del acto. Aplazar el pasaje al acto, aceptarlo para
tomarse el tiempo de analizar, de encarar sus consecuencias.
La caja de
peleas
Un pedagogo polaco que me gusta mucho, Janusz Korczac -que murió
en Treblinka en 1942-, había creado en Varsovia orfelinatos para chicos de
padres deportados. Allí existía mucha violencia entre los chicos, él intentó una
cantidad de métodos para que dejaran de pelearse: dijo que los iba a castigar,
que los iba a dejar sin comer, que los iba a golpear. Nada de eso funcionó, la
violencia era más fuerte. Un día se le ocurrió algo extraordinario, dijo: "A
partir de hoy, cualquiera puede agarrar a golpes a cualquiera, con la condición
de que lo prevenga por escrito veinticuatro horas antes", e instaló la caja de
peleas que era como un buzón donde los chicos escribían: "Quiero agarrarte a
golpes mañana". Ese buzón se vaciaba y se volvía a llenar y los chicos
contestaban "¿Por qué me querés pegar?". Korczac se lo impuso a chicos más
chiquitos que no sabían leer ni escribir y que tenían que encontrar a alguien
que les escribiera esa carta o descifrara lo que otros habían intentado
escribir.
Cuando el pedagogo inventa esta caja de peleas inventa, a la
vez, la educación y la democracia; y sobre todo muestra que el desarrollo
psicológico y ciudadano es el mismo. Hay una perfecta simetría entre acceder al
estado adulto y acceder al estado ciudadano. La modernidad descubre esto: el
ciudadano es aquel que renuncia a lo infantil, el que sabe tomarse el tiempo de
examinar las consecuencias de sus actos, que no está en la inmediatez, sino en
el tiempo de la reflexión y por esto digo que toda educación es para el
aplazamiento, no para la frustración.
Como decía Freud, no creo que la
cuestión pase por decirle al chico que trate de renunciar a sus deseos, sino que
hay que examinar sus deseos, pasarlos por el tamiz de su conciencia, anticipar
las consecuencias de sus actos y examinar -más allá de su interés individual- el
interés colectivo. Por eso es que la educación y la democracia se inscriben en
el mismo movimiento: es la renuncia al narcisismo. Educar a un chico es ayudarlo
a renunciar a su narcisismo. Y educarnos como pueblo democrático es para
renunciar a nuestros intereses individuales, para reflexionar acerca de lo que
podría ser el bien común y el interés colectivo. En una democracia, la escuela
no es otra cosa que el lugar de proyección posible del aprendizaje de la
democracia, justamente.
Para nosotros, educadores, nuestra misión hoy es
crear espacios donde los seres puedan comunicarse sin pelear y en eso hay algo
fundamental, el gran desafío de la modernidad. En las sociedades tradicionales
podía esperarse que la gente dejara de pelearse o bien por el miedo al castigo o
porque estaban bajo influencia de una ideología única. En una democracia que
acepta la diversidad y la pluralidad para que la gente no se enfrente, la gente
va a tener que aprender primero a encontrarse. Cuando aceptamos la diversidad,
el encuentro y la creación de su posibilidad hacen al fundamento mismo de la
socialidad, solo hay socialidad en torno de la mesa redonda. Hemos construido
eso que se llaman las grandes instituciones del Estado, el parlamento, que
funcionan más o menos bien pero que funcionarán mejor si construimos en todos
los niveles y desde la infancia mesas redondas donde los seres puedan
encontrarse.
La educación, entonces, tiene que ver con lo político. Lo
político es hacer nacer la sociedad, que no es una comunidad. En una comunidad
vivimos juntos porque compartimos el mismo pasado, los mismos gustos, las mismas
elecciones; puede haber una comunidad de pescadores, o una comunidad de gente a
la que le gusta el rap. Una sociedad es un conjunto de comunidades que acepta
que existen leyes que trascienden su pertenencia comunitaria. A tal título la
escuela es una comunidad, es una sociedad que enseña que más allá de las
comunidades existen reglas societales que les permiten coexistir a las
comunidades, que le permite a cada uno hacer sus elecciones, tener sus gustos,
sus deseos pero que también permite vivir juntos y darse un marco común. La
sociedad impone Educamos para el bien común, para la polis griega y ahí la
educación es a lo político.
Cuando yo le pido al chico que renuncie a
ser el centro del mundo, le estoy pidiendo como ciudadano que se inscriba en un
colectivo que renuncia a que su comunidad le imponga su ley a lo colectivo.
Renunciar a ser el centro del mundo es a la vez la condición para aprender una
lengua extranjera, historia, matemática, pero también para vivir en la sociedad
democrática. Por eso el aprendizaje de saberes es condición para la ciudadanía,
no son dos cosas diferentes, es lo mismo. El aprendizaje de la alteridad es la
renuncia a estar en el centro, es el hecho de hacer existir la democracia
reconociendo siempre el espacio vacío del centro. Es un esfuerzo permanente de
los hombres mantener ese espacio vacío en el seno de la familia, de la clase,
del barrio, de la ciudad, del país, del mundo. Mantener el espacio vacío,
diciendo que nadie tiene derecho a instalarse en el centro del mundo: ni el
chico en la familia ni el tirano en la ciudad.
En cierta manera lo que
hay de formidable hoy es que vivimos la muerte de los dioses. Vivimos la muerte
de los ídolos y estamos en los inicios de la invención de algo que es la
posibilidad de un mundo fundado en la cooperación, en la solidaridad, en la
confrontación y no en la adoración de ídolos.
Por eso es que no soy
nostálgico del pasado. Pienso que hay muy grandes razones para inquietarse por
el porvenir, pero también creo que hay muy buenas razones para tener esperanzas.
El hecho de que el cielo esté vacío quizás quiera decir que ha llegado el tiempo
de los hombres, de que hagan su ley y les enseñen a sus hijos que son los
hombres los que hacen la ley, y que la hacen juntos y no por separado.