Charla abierta de Philippe Meirieu
Educar en la incertidumbre
El prestigioso pedagogo francés Philippe
Meirieu estuvo en la Argentina invitado por la Dirección Nacional de Gestión
Curricular y Formación Docente del Ministerio de Educación para participar en el
seminario nacional de rectores de Institutos de Formación Docente, que se
desarrolló en la Ciudad de Buenos Aires a fines de junio. A continuación,
algunos de los fragmentos de la conferencia que brindó - y que lleva el mismo
título que su último libro- "El significado de educar en un mundo sin
referencias".
Para leer la conferencia completa,
ingresar a www.me.gov.ar/curriform |
|
Vivimos, aunque sea una banalidad decirlo
hoy, en un período de crisis en materia educativa. Y esta realidad está ligada,
en cierto sentido, al surgimiento de la democracia. Nunca hay crisis de la
educación en sociedades totalitarias; la crisis es el reverso del vacío que
instalamos en el corazón mismo de la sociedad. La democracia afirma que el lugar
del poder está intrínsecamente vacío, nadie en sí está habilitado a ocupar ese
lugar de poder, ni el intelectual, ni el hombre de dios, ni el hombre
providencial: el lugar del poder está vacío y debe seguir así, solo puede ser
ocupado provisoriamente por hombres que acepten ser los mandantes de aquellos
que les confían provisoriamente el poder. Entonces tenemos que alegrarnos de la
crisis de la educación.
La crisis de la educación es el precio que pagan las democracias por la incertidumbre que asumen, en términos de poder político, moral y social. Cuando una democracia afirma que no hay poderes en sí y que son los hombres quienes asumen el poder, no puede entonces imponer a la educación una dirección única, una trayectoria que sea la misma para todos. En la dictadura, los padres que no educan a sus chicos correctamente son considerados disidentes y, en las sociedades totalitarias, incluso les retiran a sus hijos.
Entonces, en cierta forma, no solo hay que aceptar sino también reivindicar que hay y que haya crisis de la educación. Eso quiere decir que nadie detenta la verdad educativa, que nadie sabe ni puede imponernos la manera en que debemos educar a nuestros hijos.
Esta crisis de la educación se ve reforzada por algunos fenómenos sociológicos, en particular, la desligazón entre generaciones. Vivimos una formidable aceleración de la historia que hace que la transmisión que tradicionalmente se efectuaba por una superposición de generaciones ya no pueda efectuarse así. Las generaciones se separan cada vez más una de otra; y hoy, en Occidente, lo que separa a los padres de 40 años con respecto a un hijo de 15, es eso que separaba, hace un siglo, a una generación respecto de siete generaciones. Aparecen problemas totalmente novedosos, para los cuales los padres no pueden usar con sus hijos los métodos que sus propios padres utilizaron con ellos. Hoy, ningún padre puede buscar en sus recuerdos para preguntarse a qué edad hay que comprarle un celular a un chico.
Esta aceleración de la historia, de la aparición de nuevas tecnologías, nos pone ante problemas inéditos para los cuales no hay ningún catecismo escrito y tenemos que inventar soluciones. Es por eso que la propia parentalidad plantea problemas, porque los padres de hoy no tienen escrito su oficio en ninguna parte; y tampoco existe un lugar donde encontrar soluciones para lo que les plantean sus propios hijos.
Y a esto debe agregarse además, un medio ambiente mediático y comercial que exacerba el infantilismo en la propia sociedad. La publicidad, el conjunto de los medios de comunicación reducen al individuo a la condición de consumidor, que es aquel que está en estado de regresión infantil. El motor de la economía y la sociedad es el capricho, es la pulsión de compra, como dicen los psicoanalistas. El educador debe liberar al chico de eso.
Vivimos en un mundo que, en forma constante, les dice a todos: "Tus deseos son órdenes". Mientras que nosotros tenemos que enseñarle al chico que sus deseos no son órdenes, los adultos somos, en forma constante, requeridos para regresar a nuestra propia infantilización, para comprar por ejemplo montones de cosas que no necesitamos pero que son el objeto de nuestros caprichos.
Lo que hoy hace difícil la educación es que está a contracorriente del carburante económico de la sociedad, del consumo individual, de la pulsión inmediata y de la satisfacción de todos nuestros deseos. Respecto a ello, me parece importante volver a eso que yo llamo los fundamentos educativos. Entre esos, voy a citar brevemente algunos: el nacimiento, por supuesto. "El hombre -dice Hannah Arendt- es un ser para el nacimiento", "el nacimiento es la continuidad del mundo"; el nacimiento es también para cada uno de nosotros un arranque permanente y continuo de la nostalgia de una felicidad solitaria y prenatal. Tenemos que hacer nuestro duelo, constantemente, de la satisfacción de todos nuestros deseos y todas nuestras pulsiones; y este duelo no termina nunca y en este punto nacemos y renacemos a cada momento hasta el momento final, el de nuestra muerte.
El nacimiento, en realidad, es el surgimiento de un sujeto capaz de dotarse de proyectos y por tanto de proyectarse en el porvenir, de hacer elecciones, de tomar decisiones, de dejar de lado y de darse prioridades; y la prioridad, por supuesto, es salir de aquello que los psicólogos llaman el egocentrismo inicial, el del niño rey. Todo niño que llega al mundo y que ha sido deseado es un niño rey. Tiene a los adultos a criterio suyo, porque los chicos saben que lo primero que quieren los adultos es ser amados; que haríamos todo por tener el amor de nuestros hijos y que eso que se denomina el círculo familiar está siempre amenazado porque, en el seno de una familia -así sea la más unida-, cada uno quiere ser querido por el chico más de lo que el chico quiere a otro, aunque la familia sea la más solidaria.
Siempre estamos ahí tratando de tener la atención del chico, de reivindicarnos con su amor y el chico sabe que tiene un poder terrible y distribuye su sonrisa y sus besos, sabiendo que es él quien tiene todo el poder sobre nosotros (a pesar de que nosotros pensemos que tenemos todo el poder sobre él). Él podrá hacer lo que quiera con nosotros; porque bastará con hacernos pensar que él no nos quiere para que caigamos deshechos. Ese niño rey, que por definición es un tirano, vive la totalidad del mundo de acuerdo con su propia subjetividad, es un brujo, es un mago. No es casualidad que en los cuentos infantiles el brujo y el mago tengan un lugar tan especial, vean sino a Harry Potter.
De a poco, el niño tendrá que ir comprendiendo que su deseo no hace la ley, que su deseo choca con la existencia de los demás y va a tener que aceptar salir de su omnipotencia. Es difícil y doloroso salir de la omnipotencia, sobre todo cuando uno vive en un mundo que nos invita a ella todo el tiempo, y nos distribuye objetos como el control remoto, por ejemplo, que es por excelencia el objeto de la omnipotencia ya que en décimas de segundo uno puede optar por el mundo que quiere ver.
Y vemos las consecuencias pedagógicas en las clases mismas: en los países desarrollados los chicos llegan a la escuela con un control remoto insertado en la cabeza y lamentan profundamente no poder hacer zapping en clase.
Ahí están obligados a quedarse en el mismo canal, y como el docente no puede rivalizar con la televisión, viven esa situación con una profunda frustración. Ahora bien, el crecer es aceptar que el mundo existe por fuera de nosotros, que no somos omnipotentes, que el mundo nos ofrece resistencia y que no depende de nuestra propia voluntad, y que debemos renunciar a interpretar todo.
Este es un aprendizaje muy difícil para los chicos: el aprendizaje de la alteridad. El aprendizaje del rostro del otro, como dice Emmanuel Lévinas, aparece en forma progresiva, como una interpelación a la vez imperativa y misteriosa porque jamás sé quién es y la conciencia del otro me escapa radicalmente. Y el chico tiene que aprender en forma progresiva a entrar en relación con el otro, a reconocerlo como su semejante pero también como un ser distinto. Allí hay algo muy complicado para los chicos, el otro le da miedo, lo pone nervioso, lo inquieta y Lévinas dice que en la presencia del otro hay como un llamado a la identidad, porque su existencia misma me obliga a salir de mi propia identidad, a escuchar otra cosa. Y ahí hay todo un trabajo permanente de aceptación de la alteridad que es consustancial a la educación.
La educación es aprendizaje para renunciar a la omnipotencia. El niño cree que su deseo es ley, siempre está a punto de su pasaje al acto. En mi trabajo, yo lo llamo el niño bólido, no se queda nunca en el mismo lugar. "Es como un resorte continuo" nos dicen los maestros; no le interesa nada, se levanta y si tiene ganas de beber agua va y lo hace, si le molesta otro chico va y lo toma de los pelos; siempre está en el pasaje al acto, en la inmediatez. No ha construido el espacio interno entre el pasaje y el acto.
Ningún deseo está prohibido, ni aun el deseo de matar; sabemos desde Freud que aquel que no desea matar a alguien es porque tiene un electroencefalograma chato, que lo que está prohibido no es desearlo sino hacerlo; porque entre el deseo y el acto hay una caja negra que unos llaman conciencia, otros alma, otros razón. No importa cómo la llamen, para el educador es solo el aplazamiento del acto. Aplazar el pasaje al acto, aceptarlo para tomarse el tiempo de analizar, de encarar sus consecuencias.
La caja de peleas
Un pedagogo polaco que me gusta mucho, Janusz Korczac -que murió en Treblinka en 1942-, había creado en Varsovia orfelinatos para chicos de padres deportados. Allí existía mucha violencia entre los chicos, él intentó una cantidad de métodos para que dejaran de pelearse: dijo que los iba a castigar, que los iba a dejar sin comer, que los iba a golpear. Nada de eso funcionó, la violencia era más fuerte. Un día se le ocurrió algo extraordinario, dijo: "A partir de hoy, cualquiera puede agarrar a golpes a cualquiera, con la condición de que lo prevenga por escrito veinticuatro horas antes", e instaló la caja de peleas que era como un buzón donde los chicos escribían: "Quiero agarrarte a golpes mañana". Ese buzón se vaciaba y se volvía a llenar y los chicos contestaban "¿Por qué me querés pegar?". Korczac se lo impuso a chicos más chiquitos que no sabían leer ni escribir y que tenían que encontrar a alguien que les escribiera esa carta o descifrara lo que otros habían intentado escribir.
Cuando el pedagogo inventa esta caja de peleas inventa, a la vez, la educación y la democracia; y sobre todo muestra que el desarrollo psicológico y ciudadano es el mismo. Hay una perfecta simetría entre acceder al estado adulto y acceder al estado ciudadano. La modernidad descubre esto: el ciudadano es aquel que renuncia a lo infantil, el que sabe tomarse el tiempo de examinar las consecuencias de sus actos, que no está en la inmediatez, sino en el tiempo de la reflexión y por esto digo que toda educación es para el aplazamiento, no para la frustración.
Como decía Freud, no creo que la cuestión pase por decirle al chico que trate de renunciar a sus deseos, sino que hay que examinar sus deseos, pasarlos por el tamiz de su conciencia, anticipar las consecuencias de sus actos y examinar -más allá de su interés individual- el interés colectivo. Por eso es que la educación y la democracia se inscriben en el mismo movimiento: es la renuncia al narcisismo. Educar a un chico es ayudarlo a renunciar a su narcisismo. Y educarnos como pueblo democrático es para renunciar a nuestros intereses individuales, para reflexionar acerca de lo que podría ser el bien común y el interés colectivo. En una democracia, la escuela no es otra cosa que el lugar de proyección posible del aprendizaje de la democracia, justamente.
Para nosotros, educadores, nuestra misión hoy es crear espacios donde los seres puedan comunicarse sin pelear y en eso hay algo fundamental, el gran desafío de la modernidad. En las sociedades tradicionales podía esperarse que la gente dejara de pelearse o bien por el miedo al castigo o porque estaban bajo influencia de una ideología única. En una democracia que acepta la diversidad y la pluralidad para que la gente no se enfrente, la gente va a tener que aprender primero a encontrarse. Cuando aceptamos la diversidad, el encuentro y la creación de su posibilidad hacen al fundamento mismo de la socialidad, solo hay socialidad en torno de la mesa redonda. Hemos construido eso que se llaman las grandes instituciones del Estado, el parlamento, que funcionan más o menos bien pero que funcionarán mejor si construimos en todos los niveles y desde la infancia mesas redondas donde los seres puedan encontrarse.
La educación, entonces, tiene que ver con lo político. Lo político es hacer nacer la sociedad, que no es una comunidad. En una comunidad vivimos juntos porque compartimos el mismo pasado, los mismos gustos, las mismas elecciones; puede haber una comunidad de pescadores, o una comunidad de gente a la que le gusta el rap. Una sociedad es un conjunto de comunidades que acepta que existen leyes que trascienden su pertenencia comunitaria. A tal título la escuela es una comunidad, es una sociedad que enseña que más allá de las comunidades existen reglas societales que les permiten coexistir a las comunidades, que le permite a cada uno hacer sus elecciones, tener sus gustos, sus deseos pero que también permite vivir juntos y darse un marco común. La sociedad impone Educamos para el bien común, para la polis griega y ahí la educación es a lo político.
Cuando yo le pido al chico que renuncie a ser el centro del mundo, le estoy pidiendo como ciudadano que se inscriba en un colectivo que renuncia a que su comunidad le imponga su ley a lo colectivo. Renunciar a ser el centro del mundo es a la vez la condición para aprender una lengua extranjera, historia, matemática, pero también para vivir en la sociedad democrática. Por eso el aprendizaje de saberes es condición para la ciudadanía, no son dos cosas diferentes, es lo mismo. El aprendizaje de la alteridad es la renuncia a estar en el centro, es el hecho de hacer existir la democracia reconociendo siempre el espacio vacío del centro. Es un esfuerzo permanente de los hombres mantener ese espacio vacío en el seno de la familia, de la clase, del barrio, de la ciudad, del país, del mundo. Mantener el espacio vacío, diciendo que nadie tiene derecho a instalarse en el centro del mundo: ni el chico en la familia ni el tirano en la ciudad.
En cierta manera lo que hay de formidable hoy es que vivimos la muerte de los dioses. Vivimos la muerte de los ídolos y estamos en los inicios de la invención de algo que es la posibilidad de un mundo fundado en la cooperación, en la solidaridad, en la confrontación y no en la adoración de ídolos.
Por eso es que no soy nostálgico del pasado. Pienso que hay muy grandes razones para inquietarse por el porvenir, pero también creo que hay muy buenas razones para tener esperanzas. El hecho de que el cielo esté vacío quizás quiera decir que ha llegado el tiempo de los hombres, de que hagan su ley y les enseñen a sus hijos que son los hombres los que hacen la ley, y que la hacen juntos y no por separado.
La crisis de la educación es el precio que pagan las democracias por la incertidumbre que asumen, en términos de poder político, moral y social. Cuando una democracia afirma que no hay poderes en sí y que son los hombres quienes asumen el poder, no puede entonces imponer a la educación una dirección única, una trayectoria que sea la misma para todos. En la dictadura, los padres que no educan a sus chicos correctamente son considerados disidentes y, en las sociedades totalitarias, incluso les retiran a sus hijos.
Entonces, en cierta forma, no solo hay que aceptar sino también reivindicar que hay y que haya crisis de la educación. Eso quiere decir que nadie detenta la verdad educativa, que nadie sabe ni puede imponernos la manera en que debemos educar a nuestros hijos.
Esta crisis de la educación se ve reforzada por algunos fenómenos sociológicos, en particular, la desligazón entre generaciones. Vivimos una formidable aceleración de la historia que hace que la transmisión que tradicionalmente se efectuaba por una superposición de generaciones ya no pueda efectuarse así. Las generaciones se separan cada vez más una de otra; y hoy, en Occidente, lo que separa a los padres de 40 años con respecto a un hijo de 15, es eso que separaba, hace un siglo, a una generación respecto de siete generaciones. Aparecen problemas totalmente novedosos, para los cuales los padres no pueden usar con sus hijos los métodos que sus propios padres utilizaron con ellos. Hoy, ningún padre puede buscar en sus recuerdos para preguntarse a qué edad hay que comprarle un celular a un chico.
Esta aceleración de la historia, de la aparición de nuevas tecnologías, nos pone ante problemas inéditos para los cuales no hay ningún catecismo escrito y tenemos que inventar soluciones. Es por eso que la propia parentalidad plantea problemas, porque los padres de hoy no tienen escrito su oficio en ninguna parte; y tampoco existe un lugar donde encontrar soluciones para lo que les plantean sus propios hijos.
Y a esto debe agregarse además, un medio ambiente mediático y comercial que exacerba el infantilismo en la propia sociedad. La publicidad, el conjunto de los medios de comunicación reducen al individuo a la condición de consumidor, que es aquel que está en estado de regresión infantil. El motor de la economía y la sociedad es el capricho, es la pulsión de compra, como dicen los psicoanalistas. El educador debe liberar al chico de eso.
Vivimos en un mundo que, en forma constante, les dice a todos: "Tus deseos son órdenes". Mientras que nosotros tenemos que enseñarle al chico que sus deseos no son órdenes, los adultos somos, en forma constante, requeridos para regresar a nuestra propia infantilización, para comprar por ejemplo montones de cosas que no necesitamos pero que son el objeto de nuestros caprichos.
Lo que hoy hace difícil la educación es que está a contracorriente del carburante económico de la sociedad, del consumo individual, de la pulsión inmediata y de la satisfacción de todos nuestros deseos. Respecto a ello, me parece importante volver a eso que yo llamo los fundamentos educativos. Entre esos, voy a citar brevemente algunos: el nacimiento, por supuesto. "El hombre -dice Hannah Arendt- es un ser para el nacimiento", "el nacimiento es la continuidad del mundo"; el nacimiento es también para cada uno de nosotros un arranque permanente y continuo de la nostalgia de una felicidad solitaria y prenatal. Tenemos que hacer nuestro duelo, constantemente, de la satisfacción de todos nuestros deseos y todas nuestras pulsiones; y este duelo no termina nunca y en este punto nacemos y renacemos a cada momento hasta el momento final, el de nuestra muerte.
El nacimiento, en realidad, es el surgimiento de un sujeto capaz de dotarse de proyectos y por tanto de proyectarse en el porvenir, de hacer elecciones, de tomar decisiones, de dejar de lado y de darse prioridades; y la prioridad, por supuesto, es salir de aquello que los psicólogos llaman el egocentrismo inicial, el del niño rey. Todo niño que llega al mundo y que ha sido deseado es un niño rey. Tiene a los adultos a criterio suyo, porque los chicos saben que lo primero que quieren los adultos es ser amados; que haríamos todo por tener el amor de nuestros hijos y que eso que se denomina el círculo familiar está siempre amenazado porque, en el seno de una familia -así sea la más unida-, cada uno quiere ser querido por el chico más de lo que el chico quiere a otro, aunque la familia sea la más solidaria.
Siempre estamos ahí tratando de tener la atención del chico, de reivindicarnos con su amor y el chico sabe que tiene un poder terrible y distribuye su sonrisa y sus besos, sabiendo que es él quien tiene todo el poder sobre nosotros (a pesar de que nosotros pensemos que tenemos todo el poder sobre él). Él podrá hacer lo que quiera con nosotros; porque bastará con hacernos pensar que él no nos quiere para que caigamos deshechos. Ese niño rey, que por definición es un tirano, vive la totalidad del mundo de acuerdo con su propia subjetividad, es un brujo, es un mago. No es casualidad que en los cuentos infantiles el brujo y el mago tengan un lugar tan especial, vean sino a Harry Potter.
De a poco, el niño tendrá que ir comprendiendo que su deseo no hace la ley, que su deseo choca con la existencia de los demás y va a tener que aceptar salir de su omnipotencia. Es difícil y doloroso salir de la omnipotencia, sobre todo cuando uno vive en un mundo que nos invita a ella todo el tiempo, y nos distribuye objetos como el control remoto, por ejemplo, que es por excelencia el objeto de la omnipotencia ya que en décimas de segundo uno puede optar por el mundo que quiere ver.
Y vemos las consecuencias pedagógicas en las clases mismas: en los países desarrollados los chicos llegan a la escuela con un control remoto insertado en la cabeza y lamentan profundamente no poder hacer zapping en clase.
Ahí están obligados a quedarse en el mismo canal, y como el docente no puede rivalizar con la televisión, viven esa situación con una profunda frustración. Ahora bien, el crecer es aceptar que el mundo existe por fuera de nosotros, que no somos omnipotentes, que el mundo nos ofrece resistencia y que no depende de nuestra propia voluntad, y que debemos renunciar a interpretar todo.
Este es un aprendizaje muy difícil para los chicos: el aprendizaje de la alteridad. El aprendizaje del rostro del otro, como dice Emmanuel Lévinas, aparece en forma progresiva, como una interpelación a la vez imperativa y misteriosa porque jamás sé quién es y la conciencia del otro me escapa radicalmente. Y el chico tiene que aprender en forma progresiva a entrar en relación con el otro, a reconocerlo como su semejante pero también como un ser distinto. Allí hay algo muy complicado para los chicos, el otro le da miedo, lo pone nervioso, lo inquieta y Lévinas dice que en la presencia del otro hay como un llamado a la identidad, porque su existencia misma me obliga a salir de mi propia identidad, a escuchar otra cosa. Y ahí hay todo un trabajo permanente de aceptación de la alteridad que es consustancial a la educación.
La educación es aprendizaje para renunciar a la omnipotencia. El niño cree que su deseo es ley, siempre está a punto de su pasaje al acto. En mi trabajo, yo lo llamo el niño bólido, no se queda nunca en el mismo lugar. "Es como un resorte continuo" nos dicen los maestros; no le interesa nada, se levanta y si tiene ganas de beber agua va y lo hace, si le molesta otro chico va y lo toma de los pelos; siempre está en el pasaje al acto, en la inmediatez. No ha construido el espacio interno entre el pasaje y el acto.
Ningún deseo está prohibido, ni aun el deseo de matar; sabemos desde Freud que aquel que no desea matar a alguien es porque tiene un electroencefalograma chato, que lo que está prohibido no es desearlo sino hacerlo; porque entre el deseo y el acto hay una caja negra que unos llaman conciencia, otros alma, otros razón. No importa cómo la llamen, para el educador es solo el aplazamiento del acto. Aplazar el pasaje al acto, aceptarlo para tomarse el tiempo de analizar, de encarar sus consecuencias.
La caja de peleas
Un pedagogo polaco que me gusta mucho, Janusz Korczac -que murió en Treblinka en 1942-, había creado en Varsovia orfelinatos para chicos de padres deportados. Allí existía mucha violencia entre los chicos, él intentó una cantidad de métodos para que dejaran de pelearse: dijo que los iba a castigar, que los iba a dejar sin comer, que los iba a golpear. Nada de eso funcionó, la violencia era más fuerte. Un día se le ocurrió algo extraordinario, dijo: "A partir de hoy, cualquiera puede agarrar a golpes a cualquiera, con la condición de que lo prevenga por escrito veinticuatro horas antes", e instaló la caja de peleas que era como un buzón donde los chicos escribían: "Quiero agarrarte a golpes mañana". Ese buzón se vaciaba y se volvía a llenar y los chicos contestaban "¿Por qué me querés pegar?". Korczac se lo impuso a chicos más chiquitos que no sabían leer ni escribir y que tenían que encontrar a alguien que les escribiera esa carta o descifrara lo que otros habían intentado escribir.
Cuando el pedagogo inventa esta caja de peleas inventa, a la vez, la educación y la democracia; y sobre todo muestra que el desarrollo psicológico y ciudadano es el mismo. Hay una perfecta simetría entre acceder al estado adulto y acceder al estado ciudadano. La modernidad descubre esto: el ciudadano es aquel que renuncia a lo infantil, el que sabe tomarse el tiempo de examinar las consecuencias de sus actos, que no está en la inmediatez, sino en el tiempo de la reflexión y por esto digo que toda educación es para el aplazamiento, no para la frustración.
Como decía Freud, no creo que la cuestión pase por decirle al chico que trate de renunciar a sus deseos, sino que hay que examinar sus deseos, pasarlos por el tamiz de su conciencia, anticipar las consecuencias de sus actos y examinar -más allá de su interés individual- el interés colectivo. Por eso es que la educación y la democracia se inscriben en el mismo movimiento: es la renuncia al narcisismo. Educar a un chico es ayudarlo a renunciar a su narcisismo. Y educarnos como pueblo democrático es para renunciar a nuestros intereses individuales, para reflexionar acerca de lo que podría ser el bien común y el interés colectivo. En una democracia, la escuela no es otra cosa que el lugar de proyección posible del aprendizaje de la democracia, justamente.
Para nosotros, educadores, nuestra misión hoy es crear espacios donde los seres puedan comunicarse sin pelear y en eso hay algo fundamental, el gran desafío de la modernidad. En las sociedades tradicionales podía esperarse que la gente dejara de pelearse o bien por el miedo al castigo o porque estaban bajo influencia de una ideología única. En una democracia que acepta la diversidad y la pluralidad para que la gente no se enfrente, la gente va a tener que aprender primero a encontrarse. Cuando aceptamos la diversidad, el encuentro y la creación de su posibilidad hacen al fundamento mismo de la socialidad, solo hay socialidad en torno de la mesa redonda. Hemos construido eso que se llaman las grandes instituciones del Estado, el parlamento, que funcionan más o menos bien pero que funcionarán mejor si construimos en todos los niveles y desde la infancia mesas redondas donde los seres puedan encontrarse.
La educación, entonces, tiene que ver con lo político. Lo político es hacer nacer la sociedad, que no es una comunidad. En una comunidad vivimos juntos porque compartimos el mismo pasado, los mismos gustos, las mismas elecciones; puede haber una comunidad de pescadores, o una comunidad de gente a la que le gusta el rap. Una sociedad es un conjunto de comunidades que acepta que existen leyes que trascienden su pertenencia comunitaria. A tal título la escuela es una comunidad, es una sociedad que enseña que más allá de las comunidades existen reglas societales que les permiten coexistir a las comunidades, que le permite a cada uno hacer sus elecciones, tener sus gustos, sus deseos pero que también permite vivir juntos y darse un marco común. La sociedad impone Educamos para el bien común, para la polis griega y ahí la educación es a lo político.
Cuando yo le pido al chico que renuncie a ser el centro del mundo, le estoy pidiendo como ciudadano que se inscriba en un colectivo que renuncia a que su comunidad le imponga su ley a lo colectivo. Renunciar a ser el centro del mundo es a la vez la condición para aprender una lengua extranjera, historia, matemática, pero también para vivir en la sociedad democrática. Por eso el aprendizaje de saberes es condición para la ciudadanía, no son dos cosas diferentes, es lo mismo. El aprendizaje de la alteridad es la renuncia a estar en el centro, es el hecho de hacer existir la democracia reconociendo siempre el espacio vacío del centro. Es un esfuerzo permanente de los hombres mantener ese espacio vacío en el seno de la familia, de la clase, del barrio, de la ciudad, del país, del mundo. Mantener el espacio vacío, diciendo que nadie tiene derecho a instalarse en el centro del mundo: ni el chico en la familia ni el tirano en la ciudad.
En cierta manera lo que hay de formidable hoy es que vivimos la muerte de los dioses. Vivimos la muerte de los ídolos y estamos en los inicios de la invención de algo que es la posibilidad de un mundo fundado en la cooperación, en la solidaridad, en la confrontación y no en la adoración de ídolos.
Por eso es que no soy nostálgico del pasado. Pienso que hay muy grandes razones para inquietarse por el porvenir, pero también creo que hay muy buenas razones para tener esperanzas. El hecho de que el cielo esté vacío quizás quiera decir que ha llegado el tiempo de los hombres, de que hagan su ley y les enseñen a sus hijos que son los hombres los que hacen la ley, y que la hacen juntos y no por separado.
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