domingo, 22 de julio de 2012

Contra el desamparo. Perla Zelmanovich.

Las transformaciones que desde hace algunas décadas se vienen produciendo en las

relaciones entre generaciones han abierto el debate acerca del fin de la infancia.

Chicos
con apariencias, gestos y actitudes adultas, chicos que desafían cualquier autoridad, que

acceden a la misma información por medio de imágenes y lecturas que los adultos, que

trabajan junto a sus padres, que ponen en cuestión su propia condición de niños y, en ese

mismo movimiento, la condición del adulto como tal, hace vislumbrar una suerte de

borramiento de las fronteras. Chicos que despliegan una violencia que irrumpe muchas

veces incontrolable, que escupen en clase mientras la profesora explica, que insultan,

gritan, se pelean, que agreden y desafían a sus maestros, que se tornan "ineducables".

Pero leer en esas fronteras desdibujadas la desaparición de las mismas puede ser al

menos riesgoso, por la cuota de abandono de responsabilidades a la que puede arrastrar.

Resulta preferible, en todo caso, leer estos fenómenos como procesos de alteración de

las fronteras entre niños y adultos. Hablar de alteración y no de borramiento puede ayudar

a no olvidar que hablar de niño significa pensar en una subjetividad en vías de

constitución, que no está dada desde el vamos. Significa pensar en una subjetividad que

se constituye en el discurso de los adultos, que requiere de alguien que le acerque al niño

la lengua y la cultura, y que, al mismo tiempo, le ofrezca espacios de protección que le

posibiliten aprehenderla. Significa no llamarnos a engaño, no desconocer esa otra

vulnerabilidad, a veces disfrazada, que le es propia al niño por ser tal. Disfrazada bajo las

ropas de una prepotencia que esconde esa otra prepotencia de la desprotección.

Esta perspectiva, nos lleva a la necesidad de poner siempre por delante la vulnerabilidad

del niño, entendiendo que no es equiparable a la del adulto. Pensar esta condición

particular de vulnerabilidad en la infancia es reconocer que el aparato psíquico del sujeto

infantil está en constitución. Que requiere de ciertas condiciones para poder poner la

realidad en sus propios términos, para poder arreglárselas con ella, para poder soportarla.

Condiciones que le permitan poner distancia para ordenarla, para otorgarle sentido. Si hay

pura realidad, y más aún cuando ésta se presenta despiadada y no hay posibilidad de

significarla, se corre el riesgo de que la vulnerabilidad se imponga, que conmocione de tal
manera al sujeto que dificulte seriamente el ingreso de estos chicos desprovistos de un

adulto, en el universo de la cultura.

En este sentido, es posible sostener la idea de que a los adultos en las escuelas nos cabe

la función, la responsabilidad de preservar al niño ejerciendo, ejercitando, nuestro papel

de mediadores con la realidad, porque esa mediación opera como pantalla protectora.

Ejemplos elocuentes de esa mediación son la respuesta al pedido del cuento que hace el

niño antes de dormir, o el padre de La vida es bella, cuando inventa un juego que medie

entre su hijo y la realidad de los campos de concentración, o la señorita Alicia quien,

cuando llega M. de muy mal talante al aula de tercer grado y les pega e insulta a sus

compañeros, media poniéndole un límite al desborde, sin desentenderse del padecimiento

que sufre en su hogar con un padre desocupado y una madre que trabaja de la mañana a

la noche, pero ofreciéndole "ocasiones" de encontrarse con buena literatura, aunque al

comienzo siempre la rechace.

Para cualquier chico el juego, los diferentes mundos que la ficción les ofrece en películas,

relatos, textos, en los que se pueden vislumbrar las vicisitudes de otros niños, las letras,

los números, las maravillas de la ciencia, más aún si vienen de la mano de un adulto, son

un alimento indispensable. Tan indispensable como el plato de comida que muchos

vienen a buscar, y que merecen que les demos, aunque no hayamos sido llamados, en

principio, para cumplir esa función. Y en esa mediación armada con platos de comida, con

una oreja disponible, con historias de dioses, príncipes, princesas, números, trazos o

melodías va la asimetría que permite construir significados, poniendo distancia con una

realidad que irrumpe anárquica y descarnada. Distancia que posibilita construir narrativas

singulares en el marco protegido del juego sostenido por un adulto, en la institución

llamada escuela. Si ellos no pueden transcurrir por estos espacios de protección es difícil

que puedan aprehender la cultura, que es mucho más que el conocimiento pragmático o

el que se despliega en los contenidos curriculares. Tal vez nos frustremos si no aprenden

cuánto es 2 + 2. Pero si logramos llegar a ellos con un buen relato, si logramos encender

la chispa de su curiosidad, si logramos que puedan avizorar que hay otros mundos

posibles, sabremos que esos niños tendrán más chances de "crecer en la cultura", y tal

vez, así, conquistar el 2 +2.

Los adultos que habitamos las escuelas

"último bastión donde es posible demandar y

encontrar que esa es la ventanilla donde se puede recibir una respuesta", al decir de una

directora
* jugamos un rol estratégico como pasadores de la cultura, como mediadores.

Así como los chicos no pueden procurarse solos el alimento cuando nacen, tampoco

pueden procurarse solos los significados que, al tiempo que protegen, son un pasaporte a

la cultura.

Esto nos lleva a pensar que lo que se juega hoy entre un educador y un alumno, para que

se logre una transmisión, es el ofrecimiento de esas referencias, de esos significados que

le permitan construir su diferencia, que es su propia palabra. Y en ello va la asimetría, la

protección y el reconocimiento de la vulnerabilidad del niño. De allí la necesidad de

pensar y operar sobre las dificultades que tenemos hoy los adultos para sostener esa

asimetría frente a los chicos que constituye, en definitiva, el soporte de esa trama de

significados que ampara y que protege.




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