Las transformaciones que desde hace algunas décadas se vienen produciendo en las
relaciones entre generaciones han abierto el debate acerca del fin de la infancia.
Chicos
con apariencias, gestos y actitudes adultas, chicos que desafían cualquier autoridad, que
acceden a la misma información por medio de imágenes y lecturas que los adultos, que
trabajan junto a sus padres, que ponen en cuestión su propia condición de niños y, en ese
mismo movimiento, la condición del adulto como tal, hace vislumbrar una suerte de
borramiento de las fronteras. Chicos que despliegan una violencia que irrumpe muchas
veces incontrolable, que escupen en clase mientras la profesora explica, que insultan,
gritan, se pelean, que agreden y desafían a sus maestros, que se tornan "ineducables".
Pero leer en esas fronteras desdibujadas la desaparición de las mismas puede ser al
menos riesgoso, por la cuota de abandono de responsabilidades a la que puede arrastrar.
Resulta preferible, en todo caso, leer estos fenómenos como procesos de alteración de
las fronteras entre niños y adultos. Hablar de alteración y no de borramiento puede ayudar
a no olvidar que hablar de niño significa pensar en una subjetividad en vías de
constitución, que no está dada desde el vamos. Significa pensar en una subjetividad que
se constituye en el discurso de los adultos, que requiere de alguien que le acerque al niño
la lengua y la cultura, y que, al mismo tiempo, le ofrezca espacios de protección que le
posibiliten aprehenderla. Significa no llamarnos a engaño, no desconocer esa otra
vulnerabilidad, a veces disfrazada, que le es propia al niño por ser tal. Disfrazada bajo las
ropas de una prepotencia que esconde esa otra prepotencia de la desprotección.
Esta perspectiva, nos lleva a la necesidad de poner siempre por delante la vulnerabilidad
del niño, entendiendo que no es equiparable a la del adulto. Pensar esta condición
particular de vulnerabilidad en la infancia es reconocer que el aparato psíquico del sujeto
infantil está en constitución. Que requiere de ciertas condiciones para poder poner la
realidad en sus propios términos, para poder arreglárselas con ella, para poder soportarla.
Condiciones que le permitan poner distancia para ordenarla, para otorgarle sentido. Si hay
pura realidad, y más aún cuando ésta se presenta despiadada y no hay posibilidad de
significarla, se corre el riesgo de que la vulnerabilidad se imponga, que conmocione de tal
manera al sujeto que dificulte seriamente el ingreso de estos chicos desprovistos de un
adulto, en el universo de la cultura.
En este sentido, es posible sostener la idea de que a los adultos en las escuelas nos cabe
la función, la responsabilidad de preservar al niño ejerciendo, ejercitando, nuestro papel
de mediadores con la realidad, porque esa mediación opera como pantalla protectora.
Ejemplos elocuentes de esa mediación son la respuesta al pedido del cuento que hace el
niño antes de dormir, o el padre de La vida es bella, cuando inventa un juego que medie
entre su hijo y la realidad de los campos de concentración, o la señorita Alicia quien,
cuando llega M. de muy mal talante al aula de tercer grado y les pega e insulta a sus
compañeros, media poniéndole un límite al desborde, sin desentenderse del padecimiento
que sufre en su hogar con un padre desocupado y una madre que trabaja de la mañana a
la noche, pero ofreciéndole "ocasiones" de encontrarse con buena literatura, aunque al
comienzo siempre la rechace.
Para cualquier chico el juego, los diferentes mundos que la ficción les ofrece en películas,
relatos, textos, en los que se pueden vislumbrar las vicisitudes de otros niños, las letras,
los números, las maravillas de la ciencia, más aún si vienen de la mano de un adulto, son
un alimento indispensable. Tan indispensable como el plato de comida que muchos
vienen a buscar, y que merecen que les demos, aunque no hayamos sido llamados, en
principio, para cumplir esa función. Y en esa mediación armada con platos de comida, con
una oreja disponible, con historias de dioses, príncipes, princesas, números, trazos o
melodías va la asimetría que permite construir significados, poniendo distancia con una
realidad que irrumpe anárquica y descarnada. Distancia que posibilita construir narrativas
singulares en el marco protegido del juego sostenido por un adulto, en la institución
llamada escuela. Si ellos no pueden transcurrir por estos espacios de protección es difícil
que puedan aprehender la cultura, que es mucho más que el conocimiento pragmático o
el que se despliega en los contenidos curriculares. Tal vez nos frustremos si no aprenden
cuánto es 2 + 2. Pero si logramos llegar a ellos con un buen relato, si logramos encender
la chispa de su curiosidad, si logramos que puedan avizorar que hay otros mundos
posibles, sabremos que esos niños tendrán más chances de "crecer en la cultura", y tal
vez, así, conquistar el 2 +2.
Los adultos que habitamos las escuelas
"último bastión donde es posible demandar y
encontrar que esa es la ventanilla donde se puede recibir una respuesta", al decir de una
directora* jugamos un rol estratégico como pasadores de la cultura, como mediadores.
Así como los chicos no pueden procurarse solos el alimento cuando nacen, tampoco
pueden procurarse solos los significados que, al tiempo que protegen, son un pasaporte a
la cultura.
Esto nos lleva a pensar que lo que se juega hoy entre un educador y un alumno, para que
se logre una transmisión, es el ofrecimiento de esas referencias, de esos significados que
le permitan construir su diferencia, que es su propia palabra. Y en ello va la asimetría, la
protección y el reconocimiento de la vulnerabilidad del niño. De allí la necesidad de
pensar y operar sobre las dificultades que tenemos hoy los adultos para sostener esa
asimetría frente a los chicos que constituye, en definitiva, el soporte de esa trama de
significados que ampara y que protege.
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