viernes, 13 de julio de 2012

"No tener maestro, es no tener a quien preguntar...." María Zambrano

La mediación del maestro (1).
María Zambrano

No es posible desde hace ya largo tiempo poner en duda que la cultura de occidente se encuentre, en medio de tantos esplendores, en una honda crisis. No es posible tampoco desconocer desde hace algún tiempo que esta crisis sea la de la mediación en todas sus formas. Son ellos, en gran parte, mas en grado eminente, los mediadores mismos, quienes en forma cada vez más clara lo exponen, lo publican. La vida, no es necesario decir social, pues que la vida humana lo es de raíz y aún la vida sin más, necesita congénitamente de mediación. La vida, ella, en sus albores es ya una propuesta y una profecía de mediación, mediadora entre la materia no viva y todas las formas vivas que se suceden manifiestamente y aún aquellas otras no reveladas aún. Sin que quepa el separar al pensamiento de la vida, pues que toda vida es forma o la persigue: toda vida y la vida toda. La crisis pues, no puede ser sino la crisis de una forma, de una de esas formas de las que depende la suerte de la forma misma de la cultura o de la unidad histórica en cuestión. La crisis, ésta y cualquiera habida antes, no puede serlo verdaderamente sino de la mediación. Tenía por tanto que llegarnos este estallido que, en el largo proceso de la crisis, sólo desde hace poco se produce; de que sean las aulas y el maestro, que con su presencia hace que el aula sea un lugar vacío, quien aparezca en crisis, como si fuera su protagonista o como si fuera lo que en ellas sucede; el último fondo, el insoslayable, el sin remedio, el que justifica el que alguien diga –y muchos los gritan-: “¿Ven, ven cómo la continuidad de esta sociedad, de esta tradición de vida, de esta cultura, ya no es posible?”.Creen, se creen las nuevas generaciones ser los delatores de la crisis cuando ya sobre ella se había escrito tanto, pensado hasta el virtuosismo, tras minuciosos análisis que parecía agotado ya el tema, es decir, que comenzaba a creerse que en vez de insistirse sobre ella, había que recoger el resultado de tanto pensamiento analítico en una especie de olvido fecundo, en un cierto estado de inocencia, de “docta inocencia” para que germinara la síntesis. La síntesis en todos los aspectos: el puramente intelectual, el de las formas y estilos de vida, la síntesis que es la libertad misma en concreto. Y este “descubrimiento” de la crisis es lo que primero sorprende; en verdad, lo único que sorprende de la actitud de las novísimas generaciones. ¿Cómo ignoran la multitud y diversidad de denuncias y de diagnósticos, la “pasión” en suma del pensamiento y de las personas que tan inmediatamente ofrecen la historia y aún lo que todavía no es historia cuajada? El repudio de la tradición parece envolver también a todo ello. Sólo algunos filósofos, de algunos ideólogos, de algunos críticos sobrenadan el océano de la repulsa con que los jóvenes, al menos los que en nombre de la juventud se expresan, quieren anegarla toda entera. Y esto si, en el repertorio de la vida estudiantil, y más específicamente universitaria, aparece como un hecho peculiar de esta crisis. Ciertamente que un nuevo poder desde el primer tercio de este siglo se venía haciendo sentir, el poder estudiantil, el poder de la juventud universitaria. En algunos países por esos años –en algunos que les parecía increíble a los jóvenes de ahora- el tal “poder estudiantil” fue en ocasiones decisivo. Les sería muy fácil a los estudiantes “contestadores” el averiguar, el reunir noticias de este hecho. Es justamente la historia, incluida la que pudiera ser la suya específicamente, lo que más rechazan. Justamente la historia. Comenzar a vivir de nuevo, sin mediación del tiempo. ¿Qué hacer si es maestro, cómo mantenerse simplemente en su lugar? Allá sobre la tarima, ¿cómo subir a la cátedra? La mediación del maestro se muestra ya en el simple estar en el aula: ha de subir a la cátedra para mirar desde ella, hacia abajo y ver las frentes de sus alumnos todas levantadas hacia él, para recibir sus miradas desde sus rostros que son una interrogación, una pausa que acusa el silencio de sus palabras, en espera y en exigencia de que suene la palabra del maestro, “ahora, ya que te damos nuestra presencia –y para un joven su presencia vale todo- danos tu palabra”. Y aún, “tu palabra con tu presencia, la palabra de tu presencia o tu presencia hecha palabra a ver si corresponde a nuestro silencio – y el silencio es algo absoluto- y que tu gesto corresponda igualmente a nuestra quietud –la quietud esforzada como la de un pájaro que se detiene al borde de una ventana. Pues que todo ello –siente el maestro al recibir la mirada y al sentir la presencia del alumno- en todo ello va su sacrificio, el sacrificio de nuestra juventud. Y así, el maestro, bien inolvidable le resulta a quien ejerció ese ministerio, calla por un momento antes de empezar la clase, un momento que puede ser terrible, en que es pasivo, en que es él quien recibe en silencio y en quietud para aflorar con humilde audacia, ofreciendo presencia y palabra, aceptando comparecer él igualmente en sacrificio, rompiendo el silencio, sintiéndose medio, juzgado –implacablemente y sin apelación, remitiéndose pues a ese juicio, a algo por encima de las dos partes que cumplen el sacrificio que tiene lugar desde que las ha habido en un aula, al término inacabable de su mediación. Podría medirse quizás la autenticidad de un maestro por ese instante de silencio que precede a su palabra, por ese tenerse presente, por esa presentación de su persona antes de comenzar a darla en activo y aún por el imperceptible temblor que le sacude. Sin ellos, el maestro no llega a serlo por grande que sea su ciencia. Pues que ello anuncia el sacrificio, la entrega. Y todo depende de lo que suceda en ese instante que abre la clase cada día. De que en ese enfrentarse de maestros y alumnos no se produzca la dimisión de ninguna de las partes. De que el maestro no dimita arrastrado por el vértigo que acomete cuando se está solo, en un plano más alto, del silencio del aula. Y de no que se defienda tampoco del vértigo abroquelándose en la autoridad establecida. La dimisión arrastrará al maestro a querer situarse en el mismo plano del discípulo, a la falacidad de ser uno entre ellos, a protegerse refugiándose en una pseudo camaradería. Y la reacción defensiva le conduce a darse por ya hecho lo que de hacerse ha. Pues que una lección ha de darse en estado naciente. Se trata de la transmisión oral del conocimiento de un doble despertar, de una confluencia del saber y del no-saber –todavía. Y esto doblemente, pues que la pregunta del discípulo, esa que lleva grabada en su frente, se ha de manifestar y hacerse clara a él mismo. Pues que el alumno comienza a serlo cuando se le revela la pregunta dentro agazapada, a la pregunta que es, al ser formulada, el inicio del desertar de la madurez, la expresión misma de la libertad. No tener maestro es no tener a quién preguntar y más hondamente todavía, no tener ante quién preguntarse. Quedar encerrado dentro del laberinto primario que es la mente de todo hombre originariamente: quedar encerrado como el Minotauro, desbordante de ímpetu sin salida. La presencia del maestro que no ha dimitido –ni contradimitido- señala un punto, el único hacia el cual la atención se dispara. El alumno se yergue. Y es ese segundo instante, cuando el maestro, con su quietud, ha de entregarle lo que parece imposible de, ha de transmitirle, antes que un saber, un tiempo; un espacio de tiempo, un camino de tiempo. El maestro ha de llegar. Como el autor, para dar tiempo y luz, los elementos esenciales de toda mediación.Y ese tiempo que se abre como desde un centro común, el que se derrama por el aula envolviendo a maestro y discípulos, un tiempo naciente, que surge allí mismo, como un día que nace. Un tiempo vibrante y calmo; un despertar sin sobresaltos. Y es el maestro sin duda el que lo hace surgir, haciendo sentir al alumno que tiene todo el tiempo para descubrir y para irse descubriendo, liberándolo de la ignorancia densa donde la pregunta se agazapa, de ese temor inicial que encadena la atención; el temor que dispara la violencia. Pues toda ignorancia tiende a liberarse en la agresividad, la del Minotauro en su oscuro laberinto. Toda vida está en principio aprisionada, enredada en su propio ímpetu. Y el maestro ha de ser quien abra la posibilidad, la realidad de otro modo de vida, la de verdad. Una conversación es lo más justo que sea llamada la actitud del maestro. La oscuridad. La inicial resistencia del que irrumpe en las aulas, se torna en atención. La pregunta comienza a desplegarse. La ignorancia despierta es ya inteligencia en acto. Y el maestro ha dejado de sentir el vértigo de la distancia y ese desierto de la cátedra como todos, pródigo en tentaciones. Ignorancia y saber circular, se despiertan igualmente por parte del maestro y del alumno, que sólo entonces comienza a ser discípulo
. Nace el diálogo.

Citas:
1 Estos textos de la filósofa española María Zambrano son inéditos, publicados por primera vez en este número de El Cardo. Agradecemos a Jorge Larrosa el habernos cedido éstos para su aparición en El Cardo.

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