La mediación del maestro (1).
María Zambrano
No es posible desde hace ya largo tiempo poner en duda que la cultura de
occidente se encuentre, en medio de tantos esplendores, en una honda crisis. No
es posible tampoco desconocer desde hace algún tiempo que esta crisis sea la de
la mediación en todas sus formas. Son ellos, en gran parte, mas en grado
eminente, los mediadores mismos, quienes en forma cada vez más clara lo
exponen, lo publican. La vida, no es necesario decir social, pues que la vida
humana lo es de raíz y aún la vida sin más, necesita congénitamente de
mediación. La vida, ella, en sus albores es ya una propuesta y una profecía de
mediación, mediadora entre la materia no viva y todas las formas vivas que se
suceden manifiestamente y aún aquellas otras no reveladas aún. Sin que quepa el
separar al pensamiento de la vida, pues que toda vida es forma o la persigue:
toda vida y la vida toda. La crisis pues, no puede ser sino la crisis de una
forma, de una de esas formas de las que depende la suerte de la forma misma de
la cultura o de la unidad histórica en cuestión. La crisis, ésta y cualquiera
habida antes, no puede serlo verdaderamente sino de la mediación. Tenía por
tanto que llegarnos este estallido que, en el largo proceso de la crisis, sólo
desde hace poco se produce; de que sean las aulas y el maestro, que con su
presencia hace que el aula sea un lugar vacío, quien aparezca en crisis, como
si fuera su protagonista o como si fuera lo que en ellas sucede; el último
fondo, el insoslayable, el sin remedio, el que justifica el que alguien diga –y
muchos los gritan-: “¿Ven, ven cómo la continuidad de esta sociedad, de esta
tradición de vida, de esta cultura, ya no es posible?”.Creen, se creen las
nuevas generaciones ser los delatores de la crisis cuando ya sobre ella se
había escrito tanto, pensado hasta el virtuosismo, tras minuciosos análisis que
parecía agotado ya el tema, es decir, que comenzaba a creerse que en vez de
insistirse sobre ella, había que recoger el resultado de tanto pensamiento analítico
en una especie de olvido fecundo, en un cierto estado de inocencia, de “docta
inocencia” para que germinara la síntesis. La síntesis en todos los aspectos:
el puramente intelectual, el de las formas y estilos de vida, la síntesis que
es la libertad misma en concreto. Y este “descubrimiento” de la crisis es lo
que primero sorprende; en verdad, lo único que sorprende de la actitud de las
novísimas generaciones. ¿Cómo ignoran la multitud y diversidad de denuncias y
de diagnósticos, la “pasión” en suma del pensamiento y de las personas que tan
inmediatamente ofrecen la historia y aún lo que todavía no es historia cuajada?
El repudio de la tradición parece envolver también a todo ello. Sólo algunos
filósofos, de algunos ideólogos, de algunos críticos sobrenadan el océano de la
repulsa con que los jóvenes, al menos los que en nombre de la juventud se
expresan, quieren anegarla toda entera. Y esto si, en el repertorio de la vida
estudiantil, y más específicamente universitaria, aparece como un hecho
peculiar de esta crisis. Ciertamente que un nuevo poder desde el primer tercio
de este siglo se venía haciendo sentir, el poder estudiantil, el poder de la
juventud universitaria. En algunos países por esos años –en algunos que les
parecía increíble a los jóvenes de ahora- el tal “poder estudiantil” fue en
ocasiones decisivo. Les sería muy fácil a los estudiantes “contestadores” el
averiguar, el reunir noticias de este hecho. Es justamente la historia,
incluida la que pudiera ser la suya específicamente, lo que más rechazan.
Justamente la historia. Comenzar a vivir de nuevo, sin mediación del tiempo. ¿Qué
hacer si es maestro, cómo mantenerse simplemente en su lugar? Allá sobre la
tarima, ¿cómo subir a la cátedra? La mediación del maestro se muestra ya en el
simple estar en el aula: ha de subir a la cátedra para mirar desde ella, hacia
abajo y ver las frentes de sus alumnos todas levantadas hacia él, para recibir
sus miradas desde sus rostros que son una interrogación, una pausa que acusa el
silencio de sus palabras, en espera y en exigencia de que suene la palabra del
maestro, “ahora, ya que te damos nuestra presencia –y para un joven su
presencia vale todo- danos tu palabra”. Y aún, “tu palabra con tu presencia, la
palabra de tu presencia o tu presencia hecha palabra a ver si corresponde a
nuestro silencio – y el silencio es algo absoluto- y que tu gesto corresponda
igualmente a nuestra quietud –la quietud esforzada como la de un pájaro que se
detiene al borde de una ventana. Pues que todo ello –siente el maestro al recibir
la mirada y al sentir la presencia del alumno- en todo ello va su sacrificio,
el sacrificio de nuestra juventud. Y así, el maestro, bien inolvidable le
resulta a quien ejerció ese ministerio, calla por un momento antes de empezar
la clase, un momento que puede ser terrible, en que es pasivo, en que es él
quien recibe en silencio y en quietud para aflorar con humilde audacia,
ofreciendo presencia y palabra, aceptando comparecer él igualmente en
sacrificio, rompiendo el silencio, sintiéndose medio, juzgado –implacablemente
y sin apelación, remitiéndose pues a ese juicio, a algo por encima de las dos
partes que cumplen el sacrificio que tiene lugar desde que las ha habido en un
aula, al término inacabable de su mediación. Podría medirse quizás la
autenticidad de un maestro por ese instante de silencio que precede a su
palabra, por ese tenerse presente, por esa presentación de su persona antes de
comenzar a darla en activo y aún por el imperceptible temblor que le sacude.
Sin ellos, el maestro no llega a serlo por grande que sea su ciencia. Pues que
ello anuncia el sacrificio, la entrega. Y todo depende de lo que suceda en ese
instante que abre la clase cada día. De que en ese enfrentarse de maestros y
alumnos no se produzca la dimisión de ninguna de las partes. De que el maestro
no dimita arrastrado por el vértigo que acomete cuando se está solo, en un
plano más alto, del silencio del aula. Y de no que se defienda tampoco del
vértigo abroquelándose en la autoridad establecida. La dimisión arrastrará al
maestro a querer situarse en el mismo plano del discípulo, a la falacidad de
ser uno entre ellos, a protegerse refugiándose en una pseudo camaradería. Y la
reacción defensiva le conduce a darse por ya hecho lo que de hacerse ha. Pues
que una lección ha de darse en estado naciente. Se trata de la transmisión oral
del conocimiento de un doble despertar, de una confluencia del saber y del
no-saber –todavía. Y esto doblemente, pues que la pregunta del discípulo, esa
que lleva grabada en su frente, se ha de manifestar y hacerse clara a él mismo.
Pues que el alumno comienza a serlo cuando se le revela la pregunta dentro
agazapada, a la pregunta que es, al ser formulada, el inicio del desertar de la
madurez, la expresión misma de la libertad. No tener maestro es no tener a
quién preguntar y más hondamente todavía, no tener ante quién preguntarse.
Quedar encerrado dentro del laberinto primario que es la mente de todo hombre
originariamente: quedar encerrado como el Minotauro, desbordante de ímpetu sin
salida. La presencia del maestro que no ha dimitido –ni contradimitido- señala
un punto, el único hacia el cual la atención se dispara. El alumno se yergue. Y
es ese segundo instante, cuando el maestro, con su quietud, ha de entregarle lo
que parece imposible de, ha de transmitirle, antes que un saber, un tiempo; un
espacio de tiempo, un camino de tiempo. El maestro ha de llegar. Como el autor,
para dar tiempo y luz, los elementos esenciales de toda mediación.Y ese tiempo
que se abre como desde un centro común, el que se derrama por el aula
envolviendo a maestro y discípulos, un tiempo naciente, que surge allí mismo,
como un día que nace. Un tiempo vibrante y calmo; un despertar sin sobresaltos.
Y es el maestro sin duda el que lo hace surgir, haciendo sentir al alumno que
tiene todo el tiempo para descubrir y para irse descubriendo, liberándolo de la
ignorancia densa donde la pregunta se agazapa, de ese temor inicial que
encadena la atención; el temor que dispara la violencia. Pues toda ignorancia
tiende a liberarse en la agresividad, la del Minotauro en su oscuro laberinto.
Toda vida está en principio aprisionada, enredada en su propio ímpetu. Y el
maestro ha de ser quien abra la posibilidad, la realidad de otro modo de vida,
la de verdad. Una conversación es lo más justo que sea llamada la actitud del
maestro. La oscuridad. La inicial resistencia del que irrumpe en las aulas, se
torna en atención. La pregunta comienza a desplegarse. La ignorancia despierta
es ya inteligencia en acto. Y el maestro ha dejado de sentir el vértigo de la
distancia y ese desierto de la cátedra como todos, pródigo en tentaciones.
Ignorancia y saber circular, se despiertan igualmente por parte del maestro y
del alumno, que sólo entonces comienza a ser discípulo. Nace el diálogo.
Citas:
1 Estos textos de la filósofa española María Zambrano son inéditos, publicados
por primera vez en este número de El Cardo. Agradecemos a Jorge Larrosa el
habernos cedido éstos para su aparición en El Cardo.
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