domingo, 5 de agosto de 2012

José García Molina, ¿Qué formación?, ¿para qué profesionales?

José García Molina
Doctor en Pedagogía. Profesor Titular de Pedagogía Social. Departamento de Pedagogía. Universidad de Castilla-La Mancha.
jose.gmolina@uclm.es

Juan Sáez Carreras
Doctor en educación. Catedrático de Pedagogía Social. Departamento de Teoría e Historia de la Educación. Universidad de Murcia.
juansaez@um.es





Resumen

El presente trabajo propone una serie de consideraciones y reflexiones en torno a este implicado proceso de formar docentes, la propuesta se centra en que los profesionales de la educación deben y tienen que tomar sus decisiones propias en cuanto a su formación y realizar una aplicación práctica de ello en los diferentes ámbitos escolares.
Es, además, una visión centrada en que no sólo se enseña desde el aula, al contrario de ello hay muchos más espacios, pero lo fundamental estriba en la serie de mediaciones que los docentes le presenten al estudiante para que éste sea capaz de formarse en lo básico de la educación y ser responsable de su desempeño profesional.
De igual manera se establece la diferencia entre ser alumno y ser estudiante, el primero es asignado por la escuela, existe gracias a ella, el segundo, en cambio, es un sujeto en construcción que se forma a partir del conocimiento, del aprendizaje y del deseo de ser más que un sujeto estático, se requiere de un proceso dinámico que lo haga ser tal.

1.- Un punto de anclaje: ¿qué formación para qué profesiona[1]
Las lógicas que sostienen a las disciplinas universitarias, sus modalidades de generación y transmisión de conocimientos tienen claros efectos en la formación que reciben los estudiantes y los profesionales de la educación. Generalmente, las disciplinas responden a hábitos y tradiciones que no empatan bien con las metas y obligaciones universitarias que aspiran a una formación de profesionales competentes y, por extensión, de ciudadanos críticos. La formación universitaria de los educadores no puede limitarse a una formación aplicada (teórica o técnica) porque requiere la incorporación (in-corpus) de capacidades reflexivas y la construcción de un posicionamiento ético que permitan la progresiva socialización de los estudiantes en las complejidades y problemáticas del cotidiano profesional. En el núcleo de tal desempeño encontramos la necesidad de pensar, decidir y actuar en equipos que trabajan en instituciones socioeducativas. Es por ello ese núcleo profesional el que debe orientar los principios y métodos de la formación. De este modo, laprofesión aparece como un puente entre el campo de conocimiento y el campo de prácticas relacionadas con las actividades de los educadores. Y como, en última instancia, nuestra tarea principal es formar a los futuros profesionales de la educación no podemos ni queremos obviar la pregunta acerca de ¿qué es lo que caracteriza a esta profesión para la que estoy formando?; ¿y a sus profesionales?
Algunos pensamos que es imposible enseñar a educar en las paredes de un aula. Es decir, la formación universitaria no consigue formar a buenos prácticos de la educación. Eso, con suerte, se irá construyendo en la práctica cotidiana del desempeño profesional. Lo que sí creemos posible, es promover procesos cognitivos y metodológicos colectivos que sirvan de entrenamiento a los futuros profesionales para el análisis y la toma de decisiones conjuntas en lo contingente de las situaciones en las que van a trabajar. Es posible, por tanto, trabajar desde la formación universitaria, una práctica de la teorización y de la toma de posición profesional.

2.- Conocimientos científicos y académicos

Al menos en las sociedades modernas, la universidad constituye un espacio central y privilegiado para el desarrollo y la difusión del conocimiento científico y universalizable. Del mismo modo conocemos su importancia en los procesos de profesionalización y legitimidad social que alcanzan las profesiones. Siendo cierto lo enunciado, aún cabría preguntarse ¿qué elementos caracterizan el trabajo académico y, por ende, a la propia universidad? Es decir, ¿qué distingue al trabajo académico de otros tipos de trabajo? Y, en última instancia, ¿cómo afecta todo ello a la formación de profesionales?
Como cualquier pregunta sobre los fenómenos sociales y humanos, la presente puede ser abordada de diversas maneras. Quisiéramos proponer dos posibilidades que, a fuerza de repetirse, han devenido clásicas. La primera pasa por observar en y desde la contingencia de “lo que hay” intentando describir “lo que pasa” en la realidad cotidiana. La segunda forma imagina “lo que nos gustaría que fuera” y, por tanto, nos hace cuestionar las herencias, ser infielmente fieles a ellas, inclinándonos hacia otros caminos y formas de andar. Empecemos por abordar de nuevo la pregunta desde las dos perspectivas propuestas y en el orden señalado.
La observación de las prácticas normales en la universidad sugiere que existe una serie de prácticas y estrategias que posibilitan su validación y su distinción (Bourdieu, 1983; Becher, 2001). Esto no quiere decir necesariamente que en el curso de su trabajo cotidiano los académicos realicen actividades o tareas extraordinarias sino, más bien, que el hecho de que esas tareas sean realizadas por personas inscritas en la institución universitaria puede conferir al trabajo un reconocimiento social más amplio. En otras palabras, el valor de una tarea está en correlación directa con el estatus social y/o académico de quien la ha realizado porque se cree que presentar un trabajo o tarea autorizado por personas o instituciones universitarias conlleva una garantía de validación social. Es evidente que este prestigio está en parte fundamentado en formas peculiares de producción del conocimiento; pero es importante también señalar que el reconocimiento social del trabajo realizado por académicos no necesariamente se sustenta en esos fundamentos. La “tribu universitaria” se dota de convenciones, reglas y ritos para el desarrollo de sus prácticas y, también, para la legitimación y valoración académica y social de sus producciones. Entre las habituales encontraríamos: la presentación de contribuciones en revistas especializadas, una orientación rigurosa hacia el orden empírico y el seguimiento de pautas metódicas para obtener conocimiento, la articulación secuencial de tareas teóricas con tareas prácticas, el seguimiento de convenciones para la presentación, discusión pública y validación de los resultados de las indagaciones y, finalmente, el seguimiento de estrategias convencionales de enseñanza-aprendizaje y evaluación del aprendizaje.
Nos ocupará, en estas páginas, discurrir sobre las últimas cuestiones enunciadas. Porque, una vez asumidos los procedimientos que distinguen la producción de conocimiento científico y académico cualificado de otras formas de relación con el conocimiento, surge una nueva pregunta: ¿qué características reviste el conocimiento construido y transmitido en las universidades? A primera vista, y por lo que nos ha sido dado investigar hasta el momento, el conocimiento en la universidad se construye y transmite en formatos tales como: formulaciones abstractas, definiciones y clasificaciones de términos, paquetes teóricos que justifican investigaciones, a veces empíricas y otras no, referidas de nuevo a los mismos conceptos teóricos, etcétera. A ello cabe añadir cierta lógica o racionalidad sobre las secuencias de razonamiento y enseñanza que deben seguirse y que son reproducidas sistemáticamente en proyectos docentes, en textos-manuales y en los programas de clase.
Este culto a la teoría sistematizada y estructurada segregada de las formas de experiencia directa con el mundo es resultado histórico de la forma en que las ciencias se constituyeron en la tradición occidental. Por suerte, en nuestro campo, y a pesar de las resistencias y formalismos aún campantes, las estrategias de investigación-acción participativa y colaborativa, la investigación implicada, los grupos de discusión e, incluso, las referencias heredadas de las formas de pedagogía popular de Freire, han intentado construir vías diferentes a esa tradición. También ciertas formas incipientes de investigación militante y de cartografía de los territorios socioeducativos cambian nuestra percepción de la investigación y la docencia. En cualquier caso, pensamos que ya no se trata, exclusivamente, de partir de un núcleo teórico estructurado desde el que generar preguntas sobre el mundo; tampoco de acudir a formas estructuradas de comprobación empírica para responder a esas preguntas que incorporarán las respuestas obtenidas al núcleo general de teoría acumulada con este procedimiento. Otras modalidades de investigación y de enseñanza quieren insertarse en el régimen cotidiano de experiencias y problemas vivenciados por las personas. Estas “otras formas” acuden a conceptos y líneas de teoría sólo como fuente de información y referencias de pensamiento para tratar y resolver problemas definidos por las personas que están en la situación. De alguna manera, estas formas de investigar y enseñar “transforman la realidad vivenciada” en el propio proceso de devenir conjuntamente hacia metas esperadas o lugares impensados. No se trata de partir de la teoría para verificarla en la realidad, sino partir de los problemas contingentes para poder pensar (una verdadera práctica olvidada con frecuencia en los territorios educativos, dados ampliamente a la aceptación acrítica de ciertas teorías y métodos) qué elementos teóricos, metodológicos y éticos son propios y propicios a las situaciones con las que se encuentra y trabaja el profesional. Se trata, en definitiva de partir del problema para llegar al tema, de problematizar las situaciones para llegar a aprender[2].
Detectamos un conflicto entre las lógicas docentes universitarias desarrolladas en nuestra tradición reciente. De un lado encontramos las que presuponen la existencia de un cuerpo estructurado de conocimientos que se transmiten “de arriba abajo”, del docente hacia los discentes, en la forma más digerible y fácil posible (¡más didáctica!). De tal proceso de enseñanza, transmisión y explicación, se espera que el alumno aprenda y utilice los conocimientos en espacios de su vida cotidiana, quedando en manos del alumno la adaptación de los conocimientos a su experiencia profesional cotidiana. Felizmente otras pedagogías habitan las aulas universitarias. Ellas comienzan por definir los problemas comunes y las necesidades de aprendizaje en relación con las que serán, casi siempre aproximada y artificialmente, las condiciones materiales de su desempeño profesional.
De esta forma, ya nos hemos adentrado en la segunda manera de contestar a la pregunta (aquél que nos gustaría que fuera) sobre la distinción, validación y gestión del conocimiento universitario. Las estrategias presentes en nuestras formas de entender y practicar la vida universitaria hacen aparecer dos conceptos clave: relativismo y reflexividad. En el contexto de una interesante discusión sobre realismo y relativismo, Edwards, Potter y Ashmore (1995) sugieren que el trabajo académico es relativista por definición, en la medida en que se dirige a cuestionar e interrogar al mundo, manteniendo disciplinadamente la reflexividad. La universidad es una institución social liberada para someter los conocimientos recibidos a escrutinio, evaluar su congruencia, contrastar su validez teórica y aplicada, y a lo largo de este proceso transformarlos, generar nuevo conocimiento a partir del viejo, planteándose nuevas preguntas. Poner el énfasis en el relativismo y la reflexividad implica un cambio de mentalidad de los docentes respecto a las formas más clásicas y convencionales de concebir el trabajo académico. Entre otras cuestiones podríamos señalar que tal cambio supondría asumir que el conocimiento no se transmite de forma directa y simple, sino que se reelabora y transforma. También que cabe virar la lógica docente desde el ofrecimiento de respuestas a la redefinición y elaboración de preguntas y problemas. Y, por último, que más que partir de las perspectivas teóricas y autores (evitando caer en la tentación de dar una versión única y definitiva sobre “la perspectiva adecuada”) sería interesante partir del abordaje de problemas concretos para poder, a través de ellos, confrontar unas perspectivas con otras, hacerlas funcionar como hipótesis de trabajo antes que como verdades cerradas y aplicables a cualquier situación. En definitiva, y resumiendo todas estas ideas, se trata de formar a estudiantes en el cuestionamiento más que en la respuesta correcta. Trabajar bajo presupuestos de asimilación creativa de competencias que pudieran recrearse en situaciones concretas y genuinas, más que en conocimientos y/o técnicas de aplicación.
Esta forma de concebir el desempeño docente es perfectamente compatible con los principios de trabajo que aseguran su carácter metódico y científico, pero no equivale a cualquier forma de éstos. En última instancia, es una cuestión de posición y de ética. Las buenas preguntas casi siempre empiezan por un ¿para qué? Y siguen con un ¿cómo? ¿Investigamos para engrosar un sólido cuerpo de conocimientos, o para solucionar problemas vivenciados, concretos y situados? ¿Formamos para inculcar un sólido cuerpo de conocimientos en los cuerpos de las personas, o para formar profesionales capaces de actuar en problemas concretos y vivenciados? Y si las respuestas se dirigen más hacia las segundas formas que hacia las primeras: ¿cómo hacerlo?

3.- Relaciones entre teoría y práctica en la formación de profesionales

Al hilo de lo explicitado hasta el momento la supuesta dualidad entre teoría y práctica resulta banal. Algunos andamos empeñados, en los últimos años, en convertir este dualismo en monismo; o, si más no, en no percibir estos conceptos desde una lógica dialéctica antagónica. ¿Por qué? Si bien es cierto que los años ochenta conocieronalgunas visiones críticas respecto de la primacía de la teoría sobre la práctica, reivindicando a la práctica como inspiradora de teorías, como su verdadera fuente creadora, dicha versión no es más que una inversión de los términos; es decir, un nuevo intento de totalización. Antes de arriba hacia abajo, ahora de abajo hacia arriba.
Nuestra opción se inspira, diferentemente, en un afamado concepto acuñado por Foucault y Deleuze en el transcurso de un magnífico diálogo.[3] En su opinión, las relaciones teoría-práctica son generalmente mucho más parciales y fragmentarias de lo que se supone porque, tal y como recrea este fragmento del diálogo,

Por una parte una teoría es siempre local, relativa a un campo pequeño, y puede tener su aplicación en otro dominio más o menos lejano. La relación de aplicación no es nunca de semejanza. Por otra parte, desde el momento en que la teoría se incrusta en su propio dominio se enfrenta con obstáculos, barreras, choques que hacen necesario que sea relevada por otro tipo de discurso. La práctica es un conjunto de conexiones de un punto teórico con otro, y la teoría un empalme de una práctica con otra. Ninguna teoría puede desarrollarse sin encontrar una especie de muro, y se precisa la práctica para agujerearlo. (El subrayado es nuestro).

En este mismo diálogo Foucault afirma que “la teoría no expresa, no traduce, no aplica una práctica; es una práctica”. Existe, pues, una práctica de la teorización, sujeta a tradiciones sociales y epistemológicas, a rutinas, órdenes e intereses de una comunidad académica, pero que puede ser liberada hacia otros destinos y encontrar otros marcos para su recreación, actualización y socialización. En este sentido es interesante volver al diálogo y a una aportación de Deleuze que se plantea las teorías como cajas de herramientas que deben servir y funcionar respecto a los fines buscados, del mismo modo que se hace evidente que necesita de personas que las utilicen. Sino es así, una teoría vale para poco y hay que buscar otros referentes.
De esta posición se derivarían varios principios y aclaraciones que quisiéramos resaltar. En primer lugar, pensamos que los conocimientos teóricos no son más elevados que los prácticos. Más que a distintos tipos de conocimiento, teoría y práctica, se refieren a distintas estrategias o procedimientos para adquirir conocimiento. En segundo lugar, la investigación no tiene por qué estar más cerca de la teoría que de la práctica, sino que debe estar entre ellas. Una investigación que no se sumerge en la contingencia de las prácticas y de la reflexión sobre sus condiciones de posibilidad es inútil. De esta manera, la siempre problemática articulación entre investigación, docencia y proyección social y profesional de la universidad se hace más probable y efectiva. La investigación y la proyección socio-profesional se pueden introducir en la docencia de formas teórico-prácticas.
Finalmente, la relación entre teoría y práctica que defendemos atiende a ciertos postulados que sintetizaremos en los tres siguientes:

  1. La teoría obtiene su sentido y utilidad en espacios aplicados. La teoría hace su aparición en el momento en que se invoca por su utilidad para resolver problemas en situaciones concretas y, por ello, forma parte de los recursos y herramientas para resolver problemas aplicados en situaciones reales.
  2. La teoría es algo que conviene tener disponible, pero que no constituye el cuerpo central de referencia para una disciplina. La disciplina (y por ende la formación de los profesionales)se orienta hacia la compresión de los problemas. Es decir, las características de los problemas orientan la selección y acomodación de los conocimientos “llamados teóricos” para resolverlos.
  3. La teoría sólo existe en la medida en que se usa. Este postulado presupone cierta visión pragmatista y discursiva de las prácticas humanas, incluyendo las prácticas de teorizar. Postula una sociología del conocimiento que presta atención a las acciones y procesos que a los nombres/conceptos porque entiende el discurso teórico como acción antes que como paquete de contenido. Racionalidad que reconoce la teoría en los actos en que los sujetos humanos teorizan. No hay teoría aislada, que aparezca, se transforme, o desaparezca por sí sola, sino acción semiótica humana que formula teorías, las elabora, las aplica, etcétera. En definitiva: teorizar es recurrir a teoría. Teorizar, igual que analizar o pensar, es una práctica.
Parece tan necesario como conveniente incorporar en nuestras rutinas docentes otras formas de usar y practicar la teoría, otras formas de teorizar. Por razones históricas, la memorización de teorías se ha reproducido en los espacios educativos de manera incontrolada, hasta el punto de que hoy nuestro alumnado suele identificar “estudiar” y “aprender teoría” con el reducido espectro de la memorización de conceptos o líneas de pensamiento. Pero es viable articular la teoría con otras formas de práctica, y tratar el uso de teorías como una forma legítima, útil e interesante de aprender a construir conocimiento encarnado. Por supuesto, de nuevo, requiere esfuerzos para cambiar de actitud y de paradigma pedagógico. Las estrategias docentes que presentaremos inciden en la necesidad de referir las ideas a situaciones reales que se encuentran los profesionales, a problemas que generen procesos de búsqueda y construcción de conocimientos y acción profesional. Pero entiéndase bien, no se trata ni de partir de la teoría para llegar a la práctica, ni de la práctica para llegar a la teoría. Se trata de romper esta relación de totalización entre una y otra; se trata de partir de problemas en los que las prácticas de teorizar, de buscar, pensar y decidir se acompañen mutuamente.
Quisiéramos, para cerrar este apartado, enlazar la proposición que introdujimos anteriormente y que valora el trabajo académico como esencialmente reflexivo y relativista. La labor docente reflexiona sobre sus propios objetivos, procedimientos y estrategias, cuestionándolas sistemáticamente para perfeccionarlas porque tiene el encargo de formar personas y profesionales críticos y reflexivos (es decir, dispuestos a y competentes para analizar y cuestionar los aprendizajes recibidos a la hora de adaptarlos a nuevas situaciones) y socializados en estos cuestionamientos propios de la profesión. Al final de su proceso formativo, los estudiantes deben estar en disposición de identificar situaciones y problemas, darles significado y poder abordarlos desde distintos planos. Para ello, se hace necesario que estén entrenados en formas de pensamiento, abordaje y confrontación de situaciones. En este proceso, en esta práctica de pensar, analizar y decidir, no suelen bastar los contenidos teóricos, o al menos los más estandarizados. En última instancia, esto significa que en la formación de profesionales es mucho más relevante la construcción de competencias versátiles (conocimientos, habilidades y posición ética) que la transmisión de contenidos estancos (sean éstos de carácter teórico o técnico). Pensamos que una buena formación profesionalizadora implica un nuevo modo de socialización de los estudiantes, que abandone los hábitos de aprendizaje pasivos, y potencie el papel del estudiante como descubridor de realidades, como crítico de la actuación de los profesionales o expertos y como generador de soluciones a problemas nuevos.

Del alumno al estudiante

De manera simplificada y sintética, se podrían presentar las concepciones contemporáneas de la enseñanza y el aprendizaje aludiendo a dos grandes metáforas: la de la transmisión y la de la construcción de conocimientos. Curiosamente, o quizás no tanto, si echamos una ojeada a las concepciones contemporáneas sobre la comunicación reencontraremos estas mismas metáforas de la transmisión de información y de la construcción de significados.[4]
Entrando en materia podríamos recordar que la comunicación es entendida, desde este planteamiento transmisionista clásico, como el acto de un emisor que transmite, por medio de un canal que sortea las interferencias del ruido, un mensaje hecho de información que llega hasta un receptor. Ciertas pedagogías y concepciones comunes sobre la enseñanza, insistentes y persistentes en nuestro escenario universitario, se siguen apoyando en esta metáfora de la comunicación, trasladando al ámbito educativo el lenguaje de la transmisión de contenidos e informaciones. Así, en el ámbito educativo, el docente adopta sistemáticamente el papel de emisor y el estudiante el papel de receptor. La enseñanza consiste en la transmisión de contenidos del docente al discente, por medios casi siempre orales o escritos, utilizando ciertos códigos lingüísticos, y para garantizar la correcta transmisión de los contenidos se intenta minimizar el ruido (en el sentido más literal, garantizando silencio en el aula para que se oiga la voz del docente, o en sentido metafórico, trasladando los contenidos en formatos limpios, purificados, estructurados, relevantes, etc.). El proceso educativo estándar, expresado en términos transmisionistas o de enseñanza-explicación clásica, representa un proceso en el que el profesor comunica conocimientos que el estudiante recibe, retiene y es capaz de presentar (proceso cognitivo) de acuerdo a ciertos patrones que marcarán la evaluación final del docente.
Encontramos aquí una correlación evidente entre las teorías de la comunicación transmisionistas y las teorías cognitivistas del procesamiento de la información. La transmisión de mensajes y el procesamiento de información en “el interior de cada alumno” remiten a una noción estática de información: objeto definido contenido enlas mentes de individuos que puede transitar de unos individuos a otros a través de actos comunicativos. De esta manera, ¡qué duda cabe! “impartimos docencia” y “damos contenidos”; los estudiantes “tienen conocimientos” o los han “adquirido” porque nosotros los hemos “explicado”; los estudiantes “los re-tienen guardándolos en la memoria” (no sabemos si en la propia o en cualquier archivo perdido en las carpetas de su PC), que en este tipo de prácticas docentes parece ser concebida como un gran o pequeño “almacén”.
Pero el alcance de la metáfora de la posesión individual e individualista del conocimiento no acaba en los procesos individuales de aprendizaje porque, a todas luces, continúa en los procedimientos institucionales que sirven a su construcción y evaluación intentando asegurar una tranquila continuidad y equivalencia entre lo impartido y lo adquirido. Los conocimientos recibidos pasan a componer un “bagaje” que se va acumulando de asignatura en asignatura, de curso en curso, de institución en institución a lo largo del devenir de cualquier individuo por los distintos niveles del sistema educativo. Se cree además, ingenuamente a nuestro modo de ver, que a lo largo del proceso formativo los conocimientos son progresivamente incorporados en el alumno (no por el estudiante). En este sentido parecería hablarse de que el alumno “adquiere competencias” mientras, por otro lado, las materias, las asignaturas pueden permanecer intactas porque la variación entre lo explicado y lo adquirido será considerada error o fracaso del alumno.
La metáfora de la construcción surge como respuesta a estos planteamientos cerrados. El principio básico es que el conocimiento se construye mediante la interacción entre los conocimientos previos y la nueva información que aporta el medio cuando el sujeto actúa en o sobre él. A partir de esta interacción, el conocimiento del aprendiz se reestructura en nuevas formas de concebir la realidad. Todos conocemos la relevancia que las investigaciones de Piaget, y las posteriores de Ausubel, han tenido en el desarrollo de esta metáfora de la construcción (desde una visión constructivista). Ahora bien, tanto en Piaget y Ausubel como en las aplicaciones posteriores del constructivismo psicológico y psicologizante, no se abandona del todo el planteamiento transmisionista sobre la comunicación (que sigue atravesada por los presupuestos de la psicología cognitiva), ni la metáfora de posesión individualista de contenidos. La verdadera respuesta a esta metáfora, así como la crítica a la posición mentalista y al “mito de la interioridad”, emerge y se desarrolla en el campo de las ciencias del lenguaje, avaladas por diferentes posturas filosóficas previas y coetáneas (desde Nietzsche hasta la filosofía del lenguaje del segundo Wittgenstein, la pragmática de Austin o, en otro plano, las teorías foucaultianas sobre el discurso y de Deleuze sobre el sentido), antropológicas y sociológicas (como el interaccionismo o la etnometodología) y lingüístico-literarias (como la teoría del enunciado de Benveniste, el estructuralismo de Barthes, la semiología dialógica de Batjin o los análisis postmodernos del discurso). La metáfora de la construcción comunicativa (que pudiéramos considerar, para los que gusten de etiquetas, bajo el paraguas del construccionismo y postconstruccionismo filosófico y social) no sólo rompe con la noción estática y empaquetada de información sino también con la noción mentalista de individuo y con el individualismo posesivo. Donde el transmisionismo imagina la comunicación como envío de mensajes de unos individuos a otros (tratando a los individuos como contenedores de información) el construccionismo ve producción cultural, acción social, sujetos haciendo cosas, dialogando y construyendo así objetos y formas de actuación. En otras palabras, la construcción del conocimiento desde esta perspectiva se despliega en el espacio “exterior”, en la distancia entre sujetos que comparten tiempos y tareas, en la acción interpretable en contextos institucionales y sociales.
En este último punto, es grande nuestra de deuda con las propuestas de Mijail Bajtín quien plantea que el lenguaje es social y “la palabra (como todo signo en general) es interindividual” por lo que hemos de convenir que la significación emerge en las interacciones. El significado entonces no puede ser considerado como una posesión individual sino como producto social establecido en las relaciones. Bajtín reconoce que la interacción va más allá de las palabras y alcanza “todo aquello en que el hombre se está expresando hacia el exterior (y por consiguiente para otro) -desde el cuerpo a la palabra-”. Este juego dialógico de respuestas-propuestas no se produce en un plano lingüístico abstracto, sino a través de cualquier agente que pueda participar en el flujo de significaciones: objetos, cuerpos, gestos, acciones, etcétera. Esta estructura de interacción dialógica desborda a los individuos y/o sujetos y se refiere también a los enunciados. No hablamos, por tanto de un diálogo sólo entre interlocutores, o con un interlocutor inmediato. Cada enunciado dialoga también con toda una trama de enunciados ajenos a través de las cuales se conecta y se posiciona. Y es que los enunciados no son propiedad del sujeto que los enuncia, digamos que su autoría es una tarea colectiva: la de otros enunciados y otros enunciadores (que a la vez son producidos en la enunciación y por la enunciación).[5]
Si trasladamos la metáfora construccionista (y relacional) de la comunicación al ámbito de la educación, dejaremos de interesarnos exclusivamente por los procesos, estados y transformaciones “internas” al sujeto discente. El estudiante es un actor que ocupa posiciones en el medio por el que transita, opera sobre el contexto y sobre el discurso, los transforma y es transformado por ellos. Sus habilidades y competencias no son irradiadas desde una estructura individual sino que se ponen en juego en la acción desplegada en entornos de participación y tránsito colectivo.
Pues bien, ¿qué hacemos en nuestras clases? ¿Cómo colaboramos a la formación de los estudiantes que serán profesionales encargados de abordar y solucionar problemas de forma organizada y cooperativa? ¿Con qué presupuestos y con qué formas? Sin desdeñar por completo las formas clásicas de formación y enseñanza creemos que las aportaciones del construccionismo filosófico invitan a replantear a fondo los supuestos y las prácticas docentes; máxime cuando nos encontramos ubicados en facultades, departamentos y disciplinas de carácter pedagógico.
En última instancia, en esta propuesta hay dos convicciones. La primera, ¡hay cosas que no se pueden enseñar, pero se pueden aprender! La segunda, como defendió Jacotot (en palabras de Rancière)[6], todos necesitamos un maestro, pero no necesariamente un explicador. Para que alguien aprenda, no es necesario que alguien le enseñe (si equiparamos enseñanza con explicación) porque lo que de esta manera se aprende es que necesitamos de la explicación para aprender. Convicción que llama a realizar un verdadero giro copernicano en nuestras formas de entender y practicar la docencia porque significa pasar del alumno (el que está en el aula) al estudiante (el que estudia y construye conocimientos) y de los contenidos estancos a las competencias profesionales en un sentido amplio (que en ningún caso dejan de implicar contenidos). Se trata de pasar entonces del “maestro explicador” al agente de las preguntas, al transmisor de la cultura en plural, al favorecedor de los procesos de aprendizaje, al mediador y generador de contextos educativos, etcétera.
La práctica docente no es sólo una práctica de la transmisión de discursos, racionalidades, métodos y técnicas. Tampoco tiene porqué dejar de serlo si, también, puede ser un lugar de contagios del deseo, de (re)creación de posiciones y composiciones con lo que nos rodea, de adquisición de competencias particularizadas por el estilo de cada quien según lo que lleguemos a ser capaces de hacer unos con otros, unos entre otros. Porque finalmente se trata de eso, ni más ni menos que de un aprender colectivo que hace colectivo, de un crear y recrear conocimientos y experiencias intentando sustraer, en algún punto, la tiranía y el privilegio de la individualidad, empujando a cada quien a ir más allá de sí mismo y a reinventarse, en lo que sabe y en lo que experimenta, con los otros. El aprender en grupo no es interesante si permanece en la simple suma de individualidades, en el agrupamiento. Una agrupación no hace necesariamente colectivo, es otra cosa.
Cabe esperar, entonces, “la transformación de alumno en estudiante”. Alumno nos remite a la imagen de un individuo sentado en un pupitre, estando en el aula atendiendo, o no, a las explicaciones de un profesor. Estudiante hace referencia a una imagen de un sujeto enfrentado al estudio de un campo de saber mediante un proceso activo de apropiación de conocimientos y estrategias de aprendizaje y trabajo intelectual. El alumno, en el mejor de los casos, espera el conocimiento, lo retiene y lo devuelve de la misma manera (al menos eso se suele pedir en los exámenes) que lo recibió. El estudiante, en cambio, indaga, reflexiona, participa y (re)elabora el conocimiento de la materia, personalizándola en la construcción de su propio estilo como futuro profesional. No es opinión, sino elaboración que supone alguna forma de manipulación o elaboración de un contenido que se personaliza y que trabaja a favor, dentro de los marcos de la profesión, de la asunción de un estilo propio como profesional.
Esta transformación de alumnos en estudiantes requiere, en primer lugar, cambiar la actitud y las formas de la actividad del rol discente, haciéndolas activas y agentes. Para poder operar sobre el conocimiento desde una iniciativa propia, para poder caminar hacia la materia, manipularla, transformarla y personalizarla, es fundamental que el estudiante se conciba a sí mismo como capaz y autorizado para ello. Y esto es sólo posible si la institución y “sus representantes” lo capacitan y autorizan para ello. Ante la obediencia (pasiva o pasota) del alumnado clásico que nos pregunta: “¿qué tenemos que hacer?”, “¿cómo quieres que lo diga o lo ponga en el examen o trabajo?” cabe empezar a institucionalizar una cultura del cómo. La pregunta del qué pierde vigencia ante el para qué y el cómo. Pero ya no son las preguntas que el alumno perdido le hace a un profesor, sino las preguntas que un estudiante se hace a sí mismo y a sus compañeros de búsqueda.

Conclusiones que no cierran

Colaborar a la formación de profesionales y ciudadanos capaces de tomar sus propias decisiones y llevarlas a cabo (o más modestamente, normalizar la participación del estudiante en las actividades de aprendizaje) es un objetivo que requiere dedicación y esfuerzo. De hecho, la primera iniciativa para transformar la relación docente debe partir del propio docente como profesional. Hacia él se vuelven las miradas y las expectativas; de él se espera que establezca los principios de este funcionamiento. En este sentido, y para finalizar, invitamos al lector a reflexionar más detenidamente sobre lo que presentamos a modo de fórmula sintética con la esperanza de que las haga suyas, se las apropie de una manera singular, en función de los objetivos y las materias de enseñanza para la formación de los futuros profesionales. No se trata más que de mostrar algunas de nuestras convicciones. La fórmula de… a… no implica una exclusión o antagonismo de ninguno de los términos, sino un tránsito posible, un recorrido en el que el profesor puede combinar prácticas docentes heterónomas y autónomas.

Algunos principios docentes
De la Verdad científica almacenada en la biblioteca. a la verdad común encarnada en los cuerpos
Del cognitivismo mentalista al construccionismo social
Del alumno individual al grupo de trabajo como diagrama encarnado de palabras y experiencias.
Del temario de clase a los procedimientos para pensar, debatir, nombrar y escribir las prácticas.
Del programa al problema
De la explicación a la construcción colectiva de conocimientos.
Del profesor explicador al profesor como acompañante del pensar de un grupo que se singulariza.
De la evaluación por examen individual que reproduce contenidos. a la evaluación colectiva por la solidez y coherencia de la construcción y debate entre posiciones distintas.

Bibliografía

Bajtín, Mijáil. (1982). Estética de la creación verbal. Siglo XXI: México.
Becher, Tony. (2001). Tribus y territorios académicos: la indagación intelectual y las culturas de las disciplinas. Gedisa: Barcelona.
Bourdieu, Pierre. (1983). Campo del poder y campo intelectual. Folios Ediciones: Buenos Aires.
D. Edwards, M. Ashmore & J. Potter. (1995). “Death and furniture: The rhetoric, politics, and theology of bottom line arguments against relativism”. History of the Human Sciences, 8 (2), pp. 25-49.
Foucault, Michel. (1992). “Los intelectuales y el poder. Entrevista Michel Foucault-Gilles Deleuze”. En M. Foucault: Microfísica del poder. La Piqueta. pp. 77-86: Madrid.
García Molina, José. (2003). Dar (la) palabra. Deseo, don y ética en educación social. Gedisa: Barcelona.
Imágenes de la distancia. (2008). Laertes: Barcelona.
Rancière, Jacques. (2002). El maestro ignorante. Cinco tesis sobre la emancipación. Laertes: Barcelona.
Sáez, Juan y José G. Molina.(2006). Pedagogía Social. Pensar la Educación Social como profesión. Alianza: Madrid.

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